La deuda pública y el precio del futuro

 

“En 2025 la deuda pública mundial alcanzó un récord que obliga a repensarlo todo: los gobiernos gastan más de lo que generan y el dólar, pilar del sistema, ya no transmite la misma seguridad. Hablar de deuda hoy no es hablar de números, sino de confianza, poder y del precio que el futuro tendrá que pagar”.

Con base en datos de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo y del Fondo Monetario Internacional, en 2025 la deuda pública mundial alcanza un máximo histórico de 102 billones de dólares, equivalentes al 93 % del PIB global. En paralelo, cifras del Departamento del Tesoro y de la Oficina de Presupuesto del Congreso muestran que Estados Unidos acumula la mayor deuda pública en términos absolutos: unos 37 billones de dólares en deuda federal, más del 120 % de su economía. Lo que antes se asociaba con crisis en países periféricos se ha convertido en la normalidad de la primera potencia mundial. Esa paradoja abre una pregunta inevitable: ¿cuánto tiempo más podrá sostenerse el dólar como activo refugio si la confianza en sus instituciones comienza a erosionarse?

Durante décadas, Washington se benefició de la posibilidad de endeudarse y emitir bonos que el mundo entero consideró seguros. Esa ventaja le permitió financiar guerras, rescates bancarios y subsidios sin temor a la quiebra. El presupuesto de defensa, por ejemplo, llegó a 886 mil millones de dólares en 2024, según la ley de autorización militar de ese año. En la crisis financiera de 2008 se autorizó un rescate a través del TARP por 700 mil millones, de los cuales 444 mil millones se desembolsaron efectivamente. Los paquetes de estímulo frente a la pandemia incluyeron medidas como el American Rescue Plan, que destinó 1.9 billones en 2021. Y la Inflation Reduction Act de 2022 contempló 369 mil millones en incentivos para energía limpia. Todo ello financiado, en gran medida, con deuda.

La confianza en la deuda estadounidense comienza a debilitarse. Los bonos del Tesoro, durante décadas vistos como el activo más seguro del planeta, ya no parecen incuestionables. En agosto de 2023, Fitch rebajó la calificación crediticia de Estados Unidos de AAA a AA+, citando una erosión de la gobernanza y las disputas recurrentes en torno al techo de la deuda. Cada episodio político en Washington recuerda al mundo que un default técnico, aunque improbable, no es imposible. Al mismo tiempo, los pagos brutos de intereses de la deuda federal se proyectaban para superar por primera vez el billón de dólares anuales en 2025. Esta presión financiera coincidió con las críticas de Donald Trump en julio de 2025, cuando pidió la renuncia de Jerome Powell acusando a la Reserva Federal de sofocar la economía con tasas demasiado altas. Esa presión política cuestiona la independencia de la institución que respalda en última instancia la confianza en el dólar.

El dilema no es exclusivo de Estados Unidos, pero allí adquiere un peso decisivo porque el dólar continúa siendo la piedra angular del sistema financiero mundial. Su primacía, sin embargo, ya no es tan sólida como antes. A principios de siglo representaba más del 70 % de las reservas internacionales; hoy ronda el 57.8 %. Aunque mantiene la mayor participación, la tendencia apunta hacia la diversificación: los bancos centrales aumentan sus tenencias en euros y yuanes, mientras que las compras de oro alcanzaron máximos en 2024 y 2025. El mensaje es claro: el dólar sigue al frente, pero ya convive con alternativas crecientes.

Europa busca capitalizar ese desgaste. En septiembre de 2025, el presidente del Bundesbank advirtió que el euro debía reforzar su papel global como alternativa ante la erosión del dólar. Los mercados parecen escucharlo: empresas estadounidenses como Alphabet y Visa colocaron ese año bonos en euros por más de 100 mil millones de dólares, atraídas por condiciones más favorables en Europa. Paradójicamente, son corporaciones de Estados Unidos las que contribuyen a internacionalizar la moneda europea. Sin embargo, el euro arrastra fragilidades conocidas: la crisis griega de 2010, las tensiones con Italia y los debates sin fin sobre la unión fiscal muestran que carece de un Tesoro único y de mecanismos sólidos de coordinación. Esa debilidad limita su aspiración de reemplazar al dólar, aunque le alcanza para consolidarse como segunda opción.

Asia, en cambio, avanza con mayor ambición. Datos del Departamento del Tesoro muestran que las tenencias chinas de bonos estadounidenses cayeron en 2025 a unos 756 mil millones de dólares, su nivel más bajo en más de quince años. Al mismo tiempo, el Banco Popular de China reporta incrementos en sus reservas de oro e impulsa el yuan digital en su sistema de pagos, mientras que nuevos acuerdos bilaterales refuerzan el uso de su moneda en el comercio. India, por su parte, amplió este año el mecanismo creado por el Banco de la Reserva para liquidar operaciones internacionales en rupias, con la intención de reducir su exposición al dólar en un contexto de tensiones comerciales con Washington. Aunque estas iniciativas enfrentan límites —desde la rigidez cambiaria del yuan hasta la poca liquidez de los mercados de deuda locales— reflejan un patrón común: las principales economías asiáticas buscan blindarse ante la hegemonía del dólar y abrir espacio a alternativas.

Este viraje hacia un sistema más multipolar ya se refleja en los mercados. En 2025, gobiernos fuera de Estados Unidos redujeron en casi un 20 % sus emisiones de deuda en dólares, recurriendo en cambio a sus propias monedas u otras alternativas. Para muchos, esa decisión no solo evita riesgos cambiarios, también representa un gesto de independencia frente a la hegemonía estadounidense. El cambio puede parecer lento, pero en términos financieros es profundo: cada punto porcentual menos de emisiones en dólares implica miles de millones que ya no se canalizan bajo la sombra del Tesoro de Washington.

Para los países en desarrollo, el peso es todavía más duro. En 2024 destinaron 921 mil millones de dólares únicamente al pago de intereses de su deuda, de acuerdo con la UNCTAD, una cifra que creció 10 % frente al año previo. Ese dinero se esfumó de hospitales, escuelas e infraestructura básica. Cuando la Reserva Federal eleva sus tasas, como ocurrió en 2022 y 2023, el costo de la deuda externa de África y América Latina se multiplica, obligando a recortes sociales y alimentando ciclos de austeridad. El dólar, refugio para unos, se convierte en carga para otros.

La deuda pública no es un número abstracto. Es una decisión política y una apuesta intergeneracional. Cada billón que se suma al balance de Washington, cada euro emitido en Bruselas, cada yuan digital respaldado en Pekín son compromisos que alguien tendrá que pagar. El problema no es endeudarse, sino hacerlo sin estrategia, sin inversión productiva y sin transparencia. La deuda puede ser motor de crecimiento cuando financia infraestructura, innovación o transiciones energéticas; pero se vuelve un lastre cuando sostiene guerras interminables, rescates improvisados o subsidios sin futuro.

El mundo vive de prestado, confiando en que la inercia mantendrá a flote el sistema. Pero esa inercia se desgasta. Los bonos del Tesoro ya no son incuestionables, el euro busca un espacio que aún no logra consolidar y el yuan avanza con pasos cautelosos pero firmes. La factura se acumula y no distingue fronteras: la pagan tanto los contribuyentes estadounidenses como los ciudadanos de países endeudados que sacrifican su presente para sostener un sistema desigual. Mientras el presente se financia con crédito, el precio lo pagará el futuro.

Raúl Barutch Pimienta Gallardo

Soy doctor en Ciencias Económicas por la Universidad Autónoma de Baja California (UABC). Actualmente soy investigador postdoctoral en El Colegio de la Frontera Norte (COLEF) e integrante del Sistema Nacional de Investigadores en México. Mi experiencia abarca la economía de la educación, la eficiencia del gasto público, el capital humano y el mercado laboral. En los últimos años he combinado la docencia con la investigación aplicada y la divulgación, publicando en revistas especializadas y buscando vincular la investigación académica con propuestas que impulsen el desarrollo económico y social.

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