“La torre de marfil erigida sobre pilares de ilusiones no soporta el embate de las realidades económicas”.
En las páginas de este informe recién desvelado por la Dirección de Estrategias de la Universidad EAFIT —un documento titulado “Educación superior y mercado laboral en Colombia”—, se condensa no solo una radiografía impía del desajuste entre aulas y fábricas, sino una sentencia lapidaria contra el edificio mismo de nuestra educación superior. El 63% de los empleadores, según este estudio, se retuerce en las agonías de la vacancia laboral, incapaces de hallar en el vasto mar de egresados el talento que claman las horas presentes. Tecnología, ingeniería, ventas: estos son los dominios donde el vacío más duele, donde la promesa de progreso se disuelve en el aire viciado de programas académicos que parecen diseñados para un siglo que ya se desvaneció. Pero vayamos más allá de las cifras frías; este no es mero diagnóstico, sino el eco de una fractura histórica, de un divorcio entre saber y hacer que ha marcado el destino de naciones como la nuestra desde los albores de la independencia. Como historiador, no puedo sino lanzar una crítica acerba, un réquiem por unas instituciones que, en su rigidez senil, traicionan el pacto implícito con la sociedad: formar no solo mentes, sino manos capaces de erigir un futuro.
Permítanme, en primer término, situar este informe en su justo relieve. El Observatorio Imaginar Futuros de EAFIT, con su mirada prospectiva, no inventa sombras donde no las hay; las ilumina con la crudeza de datos que duelen. Solo el 16,5% de los nuevos estudiantes optaron por programas STEM en 2023, un porcentaje que roza la parodia cuando se contrasta con la sed insaciable de ingenieros y tecno-savios que las empresas manifiestan. El desempleo juvenil, ese espectro que ronda el 17,1%, duplica el de los adultos y deja a uno de cada cuatro jóvenes en el limbo de los NEET —ni estudian ni trabajan—, un limbo que no es casualidad, sino consecuencia de una desconexión profunda, como bien lo denomina el estudio. Y en este panorama, la brecha de género se erige como un abismo: cuatro de cada diez estudiantes en STEM son mujeres, y en el sector TIC, apenas tres de cada diez empleados lo son. ¿Es esto educación? ¿O es, más bien, un mecanismo sutil de perpetuación de desigualdades, donde las universidades, en su supuesta neutralidad, reproducen los sesgos del mercado que dicen criticar?
La causa principal, asevera el informe, radica en esa “desconexión profunda” entre lo que se enseña y lo que se demanda. Las aulas colombianas, atestadas de teorías abstractas y currículos petrificados, ignoran el pulso acelerado de la innovación tecnológica. En ingeniería, por ejemplo, se forman profesionales en paradigmas obsoletos, ajenos a la inteligencia artificial que ya devora empleos y crea otros en su voraz ciclo. Las empresas, mientras tanto, claman por competencias prácticas: codificación ágil, análisis de datos en tiempo real, integración de sistemas ciberfísicos. Pero las IES (Instituciones de Educación Superior), esas catedrales del saber erigidas en los años de bonanza petrolera y cafetera, responden con un silencio ensordecedor, con planes de estudio que tardan años en revisarse, como si el tiempo fuera un lujo que solo ellas poseen. Esta no es mera ineficiencia; es negligencia culpable, un pecado original contra la movilidad social que la educación superior prometió en la Constitución del 91, cuando se la erigió como pilar de la equidad.
Para entender esta patología, debemos retroceder en el tiempo, excavar en las raíces históricas de nuestra educación superior. Colombia, como tantas naciones latinoamericanas, heredó de la colonia un modelo educativo elitista, forjado en los seminarios jesuitas y las universidades pontificias, donde el saber era monopolio de clérigos y letrados, un instrumento de control más que de emancipación. La independencia de 1819 no alteró sustancialmente esta estructura; al contrario, la republicana Universidad Nacional, fundada en 1867, se concibió como baluarte de la oligarquía cafetera, formando juristas e ingenieros para perpetuar un orden agroexportador que ignoraba las demandas industriales incipientes. En los albores del siglo XX, con la industrialización incipiente impulsada por la sustitución de importaciones, surgió un atisbo de cambio: la creación de la Escuela de Minas en Medellín, precursora de la EAFIT misma, intentaba alinear el saber con el hacer minero e ingenieril. Pero incluso allí, el modelo prevaleciente era el prusiano importado, rígido y teórico, que priorizaba la formación de elites técnicas sobre la masa laboral.
Avancemos al siglo XX pleno. La posguerra, con su auge del desarrollismo, vio nacer un boom universitario: de unas pocas instituciones en 1950 a más de cien en 1980. El Banco Mundial y el FMI, esos nuevos virreyes del ajuste estructural, aplaudieron esta expansión, inyectando fondos condicionados a la “eficiencia”. Pero ¿eficiencia para quién? Las universidades públicas, asfixiadas por presupuestos raquíticos, se convirtieron en elefantes blancos, donde la politización de los consejos directivos —un mal endémico colombiano— primaba sobre la pertinencia curricular. Las privadas, mientras tanto, florecieron como hongos en la lluvia neoliberal de los 90: la apertura económica de Gaviria y Samper demandaba mano de obra calificada, pero las instituciones respondieron con una proliferación de programas en administración y derecho, carreras “seguras” que saturaron el mercado con licenciados en humanidades blandas, mientras la ingeniería languidecía. Hoy, el informe de EAFIT nos confronta con el saldo: un 63% de vacantes sin cubrir en tecnología, porque las universidades, en su miopía corporativa, prefirieron el rédito fácil de matrículas masivas en áreas no amenazadas por la obsolescencia.
Esta crítica no es gratuita; es un llamado a desmontar el mito de la universidad como espacio sagrado, intocable. Las instituciones de educación superior en Colombia han mutado en fortalezas feudales, donde rectores y decanos, a menudo reciclados de la política o el empresariado, dictan agendas que sirven más a sus redes de poder que a la nación. Tomemos el caso de la ingeniería: en un país que aspira a la cuarta revolución industrial, ¿cuántos programas incorporan módulos obligatorios de programación en Python o machine learning? Pocos, muy pocos. El informe lo insinúa al hablar de la falta de preparación para la IA —solo una de cada cinco instituciones se siente lista—, pero vayamos al grano: esta es una traición deliberada. Las universidades saben que el mercado demanda competencias digitales; lo han leído en los informes del OCDE y la CEPAL, pero optan por la inercia, por currículos que protegen a un profesorado anquilosado en métodos del siglo pasado. ¿Por qué? Porque la actualización curricular implica inversión, despidos de docentes obsoletos y una humillación al status quo académico, donde el doctorado diciplinas blandas (hay una proliferación de doctores en educación que se desarticulan de las necesidades del entrono), pesa más que la patente en robótica.
Económicamente, esta desconexión es un cáncer metastásico. Colombia, con su PIB per cápita estancado en torno a los 6.000 dólares, pierde miles de millones anuales en productividad no realizada. Imaginen: si el 63% de las vacantes en tecnología permanecen huérfanas, ¿cuántos proyectos de innovación se posponen? ¿Cuántas startups colapsan por falta de talento? El informe de EAFIT, al resaltar la informalidad laboral que ahoga a los jóvenes —el 60% de los empleos en Colombia son informales—, dibuja un círculo vicioso: egresados mal preparados entran en la precariedad, desincentivando aún más la matrícula en áreas críticas. Esto no es casual; es el diseño perverso de un capitalismo dependiente, donde las multinacionales —Google, Microsoft, las petroleras— exigen mano de obra globalizada, pero las universidades locales, atadas a lobbies locales, forman para un mercado interno que ya no existe. La brecha de género agrava esto: al excluir a las mujeres de STEM, no solo se desperdicia talento —las mujeres representan el 50% de la población—, sino que se perpetúa una desigualdad que cuesta al PIB un 1-2% anual, según estimaciones de la OIT.
Reflexionemos sobre el contexto latinoamericano, donde Colombia no es excepción sino regla. En México, el informe TALIS de la OCDE revela patrones similares: un 50% de egresados en humanidades frente a un 20% en ingeniería, pese a la demanda manufacturera. En Brasil, las universidades federales, pese a su prestigio, sufren de la misma rigidez, con currículos que ignoran la agroindustria 4.0. ¿Por qué esta uniformidad patológica? Porque el modelo educativo heredado del poscolonialismo —centralizado, jerárquico— choca con la fragmentación económica de la región. En Europa, en cambio, el Proceso de Bolonia ha impuesto flexibilidad: microcredenciales, duales académicos-empresariales, donde el 70% de los estudiantes en Alemania alternan aula y fábrica. El informe de EAFIT lo menciona: el 71% de universidades latinoamericanas planea adoptar microcredenciales para 2030, pero ¿planea o pospone? En Colombia, la implementación es un espejismo; el 50% cita falta de inversión, el 45% problemas de conectividad. Esto es eufemismo para corrupción y desidia: fondos del ICETEX desviados, rectores que priorizan campus lujosos sobre laboratorios virtuales.
Pero vayamos más profundo, al meollo filosófico-económico de esta crisis. La universidad moderna, nacida en la Ilustración como motor de la razón instrumental, ha degenerado en un apéndice del capital financiero. En Colombia, donde el 1% posee el 40% de la riqueza, la educación superior no democratiza; estratifica. Los hijos de elites acceden a Ivy Leagues extranjeras o a privadas como algunas universidades privadas de élite, donde se forman en redes globales, mientras la masa pública sufre colas eternas y programas desfasados. El informe lo toca de soslayo al hablar de barreras de acceso, pero la verdad es más cruda: la deserción del 50% en los primeros semestres no es por pobreza sola, sino por la irrelevancia percibida. Un estudiante de ingeniería en una regional, enfrentado a un profesor que dicta de un libro de 1995, ¿por qué perseveraría? Mejor el Uber o el delivery, esa informalidad que el sistema educativo fomenta al fallar.
Crítica fuerte, sí: las universidades son cómplices de su propia ruina. Han abrazado el ranking QS como fetiche, priorizando publicaciones en revistas yanquis sobre patentes locales. En tecnología, donde China y Corea del Sur invierten el 4% del PIB en I+D universitario, Colombia destina un mísero 0,3%, y de eso, la mitad se pierde en burocracia. El informe de EAFIT denuncia la falta de alianzas universidad-empresa-gobierno, pero ¿quién las impide? Los mismos decanatos que rechazan convenios por “pérdida de autonomía académica”, un pretexto para no mancharse las manos con el vulgo productivo. En ingeniería, algunos programas de Instituciones de renombro o aquellas que nadie conoce, presumen de acreditaciones internacionales, pero sus egresados compiten mal en el mercado: un estudio paralelo de la Andi revela que solo el 40% encuentra empleo relacionado en el primer año. ¿Responsabilidad? Cero. En cambio, celebran simposios vacíos, donde teóricos disertan sobre Foucault mientras el país se desangra en obsolescencia tecnológica.
Ampliemos la lente histórica. Recordemos la España del siglo XIX, donde las universidades, ancladas en el tomismo escolástico, contribuyeron al atraso industrial frente a la Inglaterra weberiana. Colombia repite el guion: su educación superior, católica en su esencia, prioriza el alma sobre el algoritmo. Pero el capitalismo no perdona devociones; demanda eficiencia. En los 70, con el auge del PC y la microelectrónica, países como Taiwán reformaron sus currículos en meses, alineando universidades con clusters tecnológicos. Colombia, en cambio, esperó la globalización de los 90 para fingir adaptación, creando “centros de excelencia” que son más marketing que sustancia. Hoy, con la IA y el big data, el informe de EAFIT nos urge a microcredenciales modulares, pero ¿quién las financiará? El Estado, ahogado en deuda, o las empresas, que ya externalizan formación a Coursera.
Desde la economía política, esta desconexión es un síntoma de la dependencia externa. Colombia exporta materias primas —café, petróleo, flores— pero importa innovación. Las vacantes en tecnología no se cubren porque las universidades forman para un imaginario nacionalista, ignorando que el 70% de los empleos STEM son en multinacionales. Crítica: estas instituciones perpetúan el extractivismo cognitivo, donde el talento local es subcontratado a bajo costo, sin soberanía tecnológica. La brecha de género, como señala el informe, es el flanco débil: mujeres excluidas de ingeniería no solo por sesgos curriculares —menos énfasis en mates para ellas, sutilmente—, sino por una cultura académica machista que las disuade. Resultado: un mercado laboral sesgado, donde la diversidad —clave para innovación, según McKinsey— brilla por su ausencia.
Reflexionemos sobre el futuro, ese horizonte que el informe de EAFIT osa imaginar. Propone alianzas tripartitas: universidad, empresa, Estado. Bien, pero ¿quién liderará? No los rectores, anclados en sus torres; sino una reforma radical, que desmantele la endogamia académica. Imagine un modelo dual, como en Suiza: 70% práctica en empresas, 30% teoría. O microcredenciales acumulativas, certificando habilidades en blockchain o ciberseguridad, accesibles vía apps. Pero para eso, hay que romper el monopolio: abrir la educación superior a plataformas digitales, democratizando el acceso más allá de los claustros. El 45% de universidades cita conectividad como obstáculo; solución: subsidios focalizados, no palacios.
Sin embargo, esta crítica no se agota en lo técnico; toca lo ético. La universidad, en su misión kantiana de ilustración, ha fallado al pueblo. En Colombia, donde la pobreza educativa es endémica —el PISA nos ubica en el sótano—, formar elites desconectadas es crimen. El informe, al evocar el 25% de NEET, nos recuerda que cada joven perdido es un ladrillo en la pared de la desigualdad. Crítica final: las instituciones deben rendir cuentas, no a rankings, sino a empleabilidad medida. Si el 63% de vacantes claman, que las aulas respondan, o que cedan paso a modelos híbridos que sí sirvan.
Pero profundicemos en la historia económica de esta desconexión. Volvamos a los años 50, cuando la misión del Banco Mundial encabezada por Lauchlin Currie analizaba la educación colombiana y ya advertía de la brecha entre formación y empleo. Entonces, el foco era la industrialización; hoy, la digitalización. Pocos cambios, misma inercia. En los 80, con la crisis de la deuda, las universidades se volvieron refugios para la clase media, expulsando a los pobres a la informalidad. El boom de los 2000, con Uribe y su “confianza inversión”, prometió alianzas público-privadas, pero SENA y universidades colisionaron: el primero práctico, las segundas teóricas. Resultado: duplicidad costosa, talento desperdiciado.
Económicamente, cuantifiquemos el costo. Un estudio del Banco de la República estima que la falta de conciencia educativa resta 1,5% al crecimiento anual. Para tecnología, donde la demanda crece 20% anual según la MinTIC, el déficit de 50.000 ingenieros para 2025 —proyección de Fedesarrollo— es bomba de tiempo. Empresas como Ecopetrol o Bancolombia invierten millones en caza de talentos en el extranjero, mientras egresados locales emigran a Chile o México. Esto es fuga de cerebros al revés: no se van, se quedan atrapados en subempleo.
En ingeniería civil, por ejemplo, el informe toca ventas, pero ampliemos: puentes caen, infraestructuras colapsan porque ingenieros formados en hidráulica clásica ignoran BIM y simulación IA. Crítica: universidades priorizan títulos sobre competencias, fomentando un “diploma-ismo” que devalúa el saber real.
Sobre género: en EAFIT misma, pionera, la brecha persiste. Programas con mentorías femeninas fallan por falta de compromiso rectoral. Solución: cuotas obligatorias, currículos inclusivos que desmonten el “matemáticas para chicos”.
Latinoamérica ofrece lecciones. Chile, con su gratuidad universitaria, alineó STEM vía incentivos fiscales a empresas que contraten egresados. Colombia podría emular, pero el lobby universitario —Asociación de Universidades— resiste, temiendo competencia.
Filosóficamente, recordemos a Marx: la educación como superestructura que reproduce relaciones de producción. En Colombia, reproduce desigualdad: ricos en privadas globales, pobres en públicas locales. El informe urge aprendizaje continuo; sí, pero ¿quién lo paga? Un fondo soberano de skills, financiado por royalties mineros.
Expandamos a ventas: el 63% incluye este rubro, donde universidades enseñan teoría mercadológica, ignorando CRM y e-commerce. Crítica: decanos de economía, doctorados en Keynes, ciegos a Bezos.
En conclusión provisional —pues este ensayo se extiende como la fractura misma—, el informe de EAFIT es un aldabonazo. Universidades, despierten o perezcan. La historia juzgará no por papers, sino por prosperidad generada.
Reflexión: educación no es mercancía; es bien público. Reformar vía ley, imponiendo 50% práctica.
Tabla comparativa: Colombia vs. Alemania. | ||
Aspecto | Colombia | Alemania |
% STEM matrícula | 16.5% | 35% |
Tiempo revisión curricular | 5 años | 1 año |
Alianzas empresa-universidad | 20% | 80% |
Desempleo juvenil | 17% | 6% |
Esto ilustra el fracaso evidente.
Más historia: en 1930, con la Gran Depresión, universidades recortaron ingeniería; hoy, con recesión post-COVID, repiten el error.
En conclusión, para cubrir las necesidades del sector empresarial en Colombia, las IES (Instituciones de Educación Superior) debe hablar el mismo lenguaje y no ser ruedas sueltas que persiguen propósitos crematísticos, dejando de lado a los estudiantes y en consecuencia a los egresados.
Comentar