“La sensación era de un vacío tan intenso que jamás lo he vuelto a sentir, ni quiero; era como si me hubieran sacado los órganos, como si mi alma habitara fuera de mí, como si estuviera muerto en vida. Ese día pudo ser mi último”
Hace algunas semanas, una de mis amigas me invitó a un concierto, de aquellos hechos a la luz de las velas. En esa ocasión pudimos disfrutar de Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, gracias a la maestría del cuarteto de cuerdas Ámbar, que se presentó en el Museo de Arte Moderno de Medellín. Al final del concierto le pregunté a quienes me acompañaban, en qué estación se encontraba su vida en ese momento: un frío invierno, un caluroso verano, un nostálgico otoño o quizás, una dulce primavera. Pero cuando terminé la pregunta, me invadió el recuerdo de un invierno pasado.
Era la época de la universidad, del pregrado, hace ya más de una década. Yo llegaba a Medellín desde uno de los pueblos encumbrados en la Cordillera Central de Los Andes, en el viejo Caldas. No conocía a nadie, venía a estudiar a la Universidad de Antioquia y a vivir en un pequeño apartamento de la Comuna 10 de Medellín, en un piso 17. Es fácil imaginar el reto que eso significa. La maleta cargada de sueños, pero también de miedo, dudas e incertidumbre. Al volver la mirada atrás, y después del acompañamiento de mi psicoterapeuta, creo que en esa época tuve una depresión, no diagnosticada. Un día cualquiera, cansado de los golpes de la vida, llegué a llorar solo a ese apartamento, me encerré en la habitación y comencé a sentir el deseo de lanzarme desde la ventana, al fin y al cabo, nada cambiaría, pensaba yo. Al día siguiente las clases de la universidad continuarían, el sol seguiría saliendo y alguien arrendaría después el apartamento. La sensación era de un vacío tan intenso que jamás lo he vuelto a sentir, ni quiero; era como si me hubieran sacado los órganos, como si mi alma habitara fuera de mí, como si estuviera muerto en vida. Ese día pudo ser mi último. Hoy vivo en otro lugar, paradójicamente en otro piso 17, pero esta vez estoy disfrutando la vista.
Septiembre es el mes en el que se conmemora el día mundial de la prevención del suicidio. Artistas, políticos, famosos, conocidos, amigos, hermanos y padres se han suicidado. Según datos de la Organización Mundial de la Salud, es la tercera causa de muerte entre personas de 15 a 29 años. La mortalidad por suicidio es mayor en hombres, mientras que las mujeres presentan más intentos e ideación suicida. El Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses reportó 1.352 suicidios en el primer semestre de 2025; y según datos de la Organización Panamericana de la Salud, la tasa de suicidios en las Américas aumentó un 17% en las últimas 2 décadas. Falta mucho por hacer, pero iniciativas como la nueva ley de salud mental 2460 de 2025, que tuvo como ponente a la congresista Olga Lucía Velásquez o la nueva Clínica de Salud Mental de Rionegro – Antioquia, nos llenan de esperanza.
Este es un llamado para que hablemos más de salud mental, para que nos demos la oportunidad de sentirnos vulnerables, eliminar el estigma y los prejuicios, buscar ayuda, ir a terapia con el psicólogo o con el psiquiatra. Es también la oportunidad para que le preguntemos a los que nos rodean cómo están, pero quedarnos a escuchar la respuesta. Construir relaciones fuera de las redes sociales, hacer deporte, conocerse a sí mismo, crear sus propios valores y cultivar la espiritualidad, puede ayudarnos a mejorar nuestra salud mental. Esto se trata de construir un camino propio, que le haga el saque al absurdo o el sinsentido de la vida, y poder comenzar a disfrutar la vista mientras cambia la estación.
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