El primer celular que tuve cabía en la palma de la mano y en la lógica de la vida. Era un Nokia de tapa, austero y obediente. Llamaba, enviaba mensajes y no pedía nada a cambio. No exigía contraseñas, no me suscribía a servicios invisibles y no me pedía pines de cuatro dígitos.
Luego vino el desfile de teléfonos inteligentes, cada uno más listo que el anterior, y con ellos, la lenta colonización por parte de las corporaciones tecnológicas. El punto de quiebre llegó en una oficina de Claro, cuando me obligaron a descargar una aplicación para registrar el equipo. No había otra opción. La bajé con resignación, la olvidé con rapidez. No sospeché que estuviese firmando un pacto con el algoritmo. Era un trámite rutinario: registrar el IMEI de mi celular. “Solo por la aplicación”, dijo el asesor, sin ofrecer alternativas.
Años después, la factura empezó a llegar con cobros de Amazon Prime y Netflix. Servicios que jamás pedí, jamás usé. Intenté reclamar. Fue el inicio de una cadena de frustraciones de la atención al cliente, ese laberinto sin salida donde uno se convierte en un número, en una molestia, en un grito que rebota contra un muro de algoritmos.
Ustedes lo saben, estas circunstancias no son ajenas al común de la población. Es un proceso paquidérmico, inoperante y desesperante al que nos someten cuando queremos que una corporación escuche nuestro reclamo o, peor aún, nos permita cancelar un servicio. Cuando se trata de vendernos algo, las empresas son diligentes, cercanas, casi afectuosas. Nos llaman, nos escriben, nos ofrecen promociones irresistibles. Hay oficinas, chats, líneas directas. No hay que esperar: ellos nos buscan. Pero cuando el cliente quiere irse, cuando exige que se le escuche, todo se transforma. La accesibilidad desaparece. Las respuestas se diluyen. La atención se convierte en una carrera de obstáculos. Antes, al menos, existían oficinas físicas donde se podía hacer el reclamo directamente. Luego migraron a la atención telefónica, con empleados de la propia compañía, luego la saturación hizo lo suyo, y llegaron los menús de opciones, la música de espera y los mensajes grabados que, en el fondo, decían: “Espere mientras ignoramos su existencia”.
La competencia empresarial se radicalizó y con ella llegó la moda de tercerizar. Así nació el servicio al cliente atendido por agentes de empresas externas, que solo pueden resolver lo superficial. Y ahí, justo ahí, surge la frustración, porque cuando se exacerba nuestra ira y exponemos nuestra incomodidad, nos percatamos de que los agentes no son culpables, que son apenas la primera trinchera de esta guerra salvaje del sistema. Nos irrita también el acoso telefónico de estas compañías a través de estos y estas jóvenes, sin embargo, sabemos que, si no lo hacen, no alcanzan las metas, no sobreviven en la empresa o no devengan el estreñido salario que les corresponde.
Actualmente, las corporaciones celebran con entusiasmo la llegada de la inteligencia artificial, que les permite delegar las tareas más ingratas del servicio al cliente con una eficiencia impersonal y a bajo costo. Todo se ha reducido a menús de opciones en WhatsApp o líneas telefónicas. Mientras tanto, los usuarios ardemos en la furia al no poder hablar con alguien de carne y hueso. Alguien que entienda que nuestro problema no cabe en cinco opciones. Si la empresa tiene sede en Colombia, aún hay esperanza: una PQRS o en últimas la Superintendencia de Industria y Comercio. No obstante, si la corporación no tiene asiento en Colombia y el servicio viene del exterior, no hay caso. Intente usted, por ejemplo, comunicarse con Meta; es imposible. Solo somos materia prima para su emporio tecnológico, combustible para sus intereses políticos, engranaje para sus ganancias.
Después de días de llamadas, de horas perdidas, el último funcionario de Claro me dijo que nadie podía desactivar el servicio de Amazon Prime. Que solo yo podía hacerlo, porque lo había activado desde la App Claro Video. Una aplicación que nunca descargué. Le pregunté si al cancelar mi servicio telefónico se cancelaría también la suscripción. Me dijo que no. Que seguiría activa. Intenté descargar la aplicación. Me pidió una contraseña que no tengo y que no pude recuperar. Me exigió una tarjeta de crédito con código de seguridad.
¿Hasta dónde llegará la tiranía de las corporaciones? Hemos creado monstruos, entes sin conciencia, sin moral, acéfalos que no se hacen cargo de los problemas que ellos mismos generan, que en nada incomodan a los dueños del capital protegidos por el velo corporativo. Para completar la fórmula de despersonalización empresarial, la inteligencia artificial ha llegado para quedarse. A ella, por más cortés, atenta y educada que parezca, igual le importamos en lo absoluto.
Y sin embargo, mientras escribo estas líneas, me valgo de la misma inteligencia artificial que uso para afinar el lenguaje y dar forma a esta denuncia. No deja de ser paradójico; ahí está el dilema: tal vez no se trata de rechazar la tecnología, sino de exigir que no nos borre del mapa humano. Que no nos convierta en datos, en usuarios, en números de contrato. Porque si algo nos define como personas, es la posibilidad de ser escuchados, comprendidos, atendidos con empatía. La inteligencia artificial puede ayudarnos a escribir mejor, pero no debería reemplazar el acto de mirar a otro ser humano a los ojos y decirle: “Entiendo lo que le pasa”. Ese gesto, por ahora, sigue siendo exclusivamente nuestro.
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