“En el contexto colombiano, resulta evidente que los discursos de cambio a menudo terminan sucumbiendo a las mismas prácticas que se proponían eliminar. Es preocupante constatar la celeridad con la que se reitera la historia: en un breve lapso de semanas, el caso de Juliana Guerrero evolucionó de representar una renovación juvenil a convertirse en una evidencia irrefutable de que el poder continúa otorgando privilegios y ventajas a través de vías no transparentes, en lugar de valorar la meritocracia.”
Lo que inicialmente se presentaba como un hito generacional ha demostrado ser la evidencia de que, una vez más, la ética ha sido relegada y sacrificada en nombre de la conveniencia política. Colombia se enfrenta nuevamente a desafíos similares: el poder encarnado en la juventud, la renovación limitada a meros discursos y la ética reducida a un adorno incómodo. El incidente de Juliana Guerrero no debe interpretarse como un hecho aislado, sino como el indicador de un sistema que ha normalizado los atajos. El nombre de Juliana Guerrero ha experimentado una notable transformación en un breve período, pasando de ser la reivindicación de una juventud abnegada a convertirse en el centro de un debate nacional sobre ética pública, meritocracia y el verdadero sentido de la participación juvenil en los asuntos del Estado. Su caso, lejos de ser un asunto aislado, es un reflejo incómodo de las fracturas de una cultura política que, a pesar de los discursos de cambio, sigue validando los atajos y la flexibilidad de las reglas cuando se trata de favorecer a los cercanos al poder.
El ascenso de Juliana Guerrero, a sus 23 años, materializa el empoderamiento de una generación que ha enfrentado históricamente obstáculos sistemáticos. No obstante, su trayectoria se ha visto salpicada por controversias que han puesto en tela de juicio la transparencia de su nombramiento como Viceministra de Juventudes. La primera y principal deficiencia en su expediente académico es la obtención del título de contaduría pública sin haber presentado el examen Saber Pro, requisito legal para la graduación en Colombia. La universidad que emitió el título admitió «errores administrativos», sin embargo, la incertidumbre persiste: ¿se debió a una simple negligencia burocrática o a la concesión de un privilegio a alguien con conexiones políticas? En un país donde miles de jóvenes deben cumplir rigurosamente cada requisito académico, este episodio transmite un mensaje preocupante: la meritocracia no se aplica de manera equitativa a todos los individuos.
A esta polémica se suma un incidente adicional de naturaleza delicada: la utilización de aeronaves oficiales para desplazamientos cuyo carácter de «misión de seguridad nacional» resulta, cuando menos, cuestionable. El costo de estos desplazamientos, que supera los 120 millones de pesos en combustible, recae sobre los contribuyentes. El objetivo de estos viajes no fue un operativo militar ni una labor humanitaria, sino asistir a reuniones en el Consejo Superior de la Universidad Popular del Cesar, donde el Gobierno buscaba impulsar cambios estatutarios. El uso discrecional de recursos públicos con fines políticos no solo erosiona la confianza en las instituciones, sino que, además, cuestiona el discurso de austeridad y transparencia que la izquierda y su Pacto Histórico por Colombia repiten constantemente.
El trasfondo de las controversias mencionadas excede la figura de Juliana Guerrero. Lo que está en juego es el mensaje simbólico que el Estado transmite a la ciudadanía. Si se sostiene la premisa de que los jóvenes deben asumir roles de liderazgo, dicho mandato no puede fundamentarse en excepciones, favores ni privilegios. La renovación política que se promueve desde la izquierda progresista se basa en la flexibilización de las normas, y no en la aplicación de los mismos estándares para todos. Con este caso, la juventud no se convierte en un agente de cambio, sino en una justificación para mantener prácticas obsoletas. Los defensores de Juliana Guerrero invocan su historia personal para respaldar su caso: amenazas que la obligaron a desplazarse, dificultades familiares, el esfuerzo por estudiar en condiciones adversas. Estas situaciones requieren de la empatía y comprensión de todos, pero no pueden ser utilizadas como excusa para infringir la normativa.
Las instituciones tienen como función principal asegurar que el mérito y la justicia no dependan de la cercanía política o de las circunstancias personales, sino que se rijan por normas claras y universales. Ciertamente, resulta preocupante la respuesta oficial, que se resume en minimizar los hechos, justificar el uso de recursos estatales y reducir las críticas a un ataque contra la juventud o contra el progresismo socialista que representa el Gobierno. Esa narrativa defensiva no tiene en cuenta que el debate no se centra en la edad de la funcionaria, sino en los principios éticos y democráticos que rigen el servicio público. Defender la participación juvenil no implica eximir de un escrutinio riguroso a quienes ocupan cargos de alta responsabilidad. Por el contrario, se les exige mayor transparencia, ya que son los responsables de marcar la diferencia frente a las prácticas obsoletas. El caso de Juliana Guerrero no debe resolverse mediante un linchamiento mediático ni una defensa irrestricta del oficialismo. Esta situación representa una oportunidad para reflexionar sobre el concepto de renovación política.
Si la juventud aspira a ocupar espacios de liderazgo, debe demostrarlo con credenciales incuestionables, un respeto irrestricto por los bienes públicos y la convicción de que la legitimidad no se hereda ni se negocia, sino que se construye día a día con coherencia. En última instancia, la cuestión planteada resulta perturbadora: ¿se busca la presencia de líderes jóvenes a cualquier precio, incluso si ello implica comprometer la ética y el mérito como criterios de selección? En caso afirmativo, se estaría incurriendo en una repetición del ciclo de corrupción y privilegios que actualmente se cuestiona en las generaciones anteriores. No obstante, si se exige que los nuevos liderazgos surjan de la transparencia, el esfuerzo y la igualdad de condiciones, se podrá aspirar a una política verdaderamente transformadora. Juliana Guerrero, con sus aciertos y errores, se ha convertido en un símbolo. El desafío reside en determinar la representación de dicho símbolo: ¿la validación de los atajos o el punto de partida para exigir que la juventud también rinda cuentas ante la historia?
En el contexto colombiano, el término «cambio» ha experimentado un desgaste progresivo debido a su repetición constante en discursos políticos, pancartas y campañas electorales. Esta expresión se convirtió en un lema ampliamente reconocido, aunque su cumplimiento se mantuvo en el ámbito de la especulación. La ética se sitúa por encima de las diferencias políticas e ideológicas, constituyendo el fundamento indispensable para la construcción de cualquier proyecto de transformación. Cuando se relativiza, lo que se erosiona no es la imagen de un gobierno en particular, sino la confianza en la democracia misma. Resulta imperativo que el país retome el rumbo ético de lo público con carácter urgente. Es imperativo que el mérito, la preparación y la transparencia sean las credenciales auténticas para acceder al poder. Es crucial que la nueva generación de líderes no se una a las prácticas que han afectado la estabilidad de Colombia, sino que proponga un cambio auténtico y transformador.
En última instancia, es imperativo que el país comprenda que la ética no es un adorno superfluo ni un lujo accesorio del servicio público; por el contrario, constituye el fundamento mismo sobre el cual se edifica la legitimidad de cualquier liderazgo. Si se parte de una posición de privilegio, una excepción o una práctica abusiva, todo lo que se construya posteriormente estará sujeto a la inestabilidad y la desconfianza. La verdadera transformación política no depende de la edad de los protagonistas ni de los discursos beligerantes, sino de la congruencia entre lo que se predica y lo que se practica. Es imperativo recuperar la ética como principio fundacional si se pretende que la política en Colombia vuelva a tener sentido. Mientras la ética siga siendo tratada como una cuestión secundaria que puede ser adaptada a las necesidades del poder, ningún cambio será auténtico. La ética constituye el fundamento, no una mera apariencia; y cuando se edifica sobre un terreno débil, la política sucumbe al peso de su propia incoherencia.
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