La satisfacción es Dios 365 veces al día

Abajo de la borrasca emocional se configura el registro de Dios: esa calidez que eres.

Si puedes estar solo, nunca más estarás solo.

En nombre de Dios, te hacen sentir culpable por hacer nada.


Hace poco, en un taller literario, una participante me preguntó si yo creía en Dios. En primera instancia, quise decirle que, en Colombia, en nombre de la patria, los paracos descuartizaron a Dios. Me contuve. Luego, casi manifiesto que la cantidad de Dios que negamos diariamente lleva a admitir que Dios es el mejor invento de la lengua. Después, quise referirme al Dios de Einstein, el de Spinoza. Pero al ver que la mujer no se conformaría con una ingeniosa respuesta, me atreví a contestarle desde el corazón. Y le agradezco. En honor a ella, a la presencia de Dios en mí, trataré de replicar la respuesta.

Ahora, en mis cuarenta y dos años, siento que Dios, más allá de los nombres otorgados por religiones y culturas, más allá del único libro que se considera sagrado y pocos leen, es una experiencia profunda y atravesada del amor.

Me refiero a la experiencia del amor donde es posible usar la cabeza para robarle a las hormonas la voluntad y poder decidir con quién estar. El amor que le rompe la nariz al trastorno psíquico de la pasión. No el amor del enfermo, porque el que se enamora está enfermo, busca algo de sí en el otro y espera que el otro se lo dé. Y desde ahí, desde lo que no tiene, busca esa dulzura emocional. Ese vacío desea llenarlo desde lo que le falta. Y le inyecta toda la pasión para vivir la ebriedad del placer. Y se queda en la superficie. Porque abajo de la borrasca emocional se configura el registro de Dios: esa calidez que eres. Y cuando sientes esa calidez te conviertes en una persona peligrosa, porque dejas de enamorarte como si te diera un resfriado. Dejas de entregarte como si estuvieras de oferta para negar lo solo que te sientes. Porque esa calidez te invita a estar solo, en silencio, con tus sombras, para descubrir que, si puedes estar solo, nunca más estarás solo. Y justo en ese momento, se te abre el espectro del amor y conectas con el animal, la planta, el atardecer…

Conexión que se da cuando dejas de pedir desde la carencia. Cuando te permites que te vean de una forma ordinaria. Es decir, cuando te desmarcas de la mirada retorcida del macho-macho que reduce a la mujer a la espectacularidad de una peli porno. Del hombre-hombre que hace promesas de amor para seguir accediendo a unas tetas y un culo. Del hombre-hombre que no logra conectar con lo sagrado que está debajo de la piel.

Cuando la conexión —una que despierta bondad, cuidado, empatía y compasión— es sosa, lenta, aburrida, nada espectacular. Y si conectas, de seguro, dejarás de embriagarte para sonreír y de prostituirte en nombre del amor.

Si conectas, es porque empiezas a descubrir lo que te gusta. Y sin darte cuenta, haces con frecuencia lo que te emociona. Estableces una agenda con las ocupaciones que te generan satisfacción y, por ende, más dulzura emocional.

Así, descubres que eso que disfrutas es la semilla de Dios en ti. Es el pálpito de luz que llamas intuición. Y la intuición es la certeza de que sabes lo que sabes sin saber cómo lo sabes.

La intuición es el espóiler del porvenir, el interrogante al dogma y a la fábrica de gurús y políticos. La intuición, además, te conecta con las cosas y es un puente por el que se manifiesta en público lo que haces dentro de ti.

Entonces, la intuición te invita a sacudir las sandalias y huir de toda farsa para no perder más el tiempo con los iluminados que, en nombre de Dios, te hacen sentir culpable por hacer nada y, así, evitar que te nombres y descubras que lo que se gesta en tu interior se manifiesta afuera.

Por ejemplo, la confianza que da aceptarte se proyecta en las posturas de tu cuerpo; las lecturas, en las palabras; el tiempo que inviertes en la soledad para sentirte se percibe en tu presencia; la paciencia, en el ritmo que exige la observación atenta; el deporte, en tu ánimo; la alimentación, en tu energía; lo que entregas y no te pertenece aumenta el brillo de la alegría espontánea; lo que agradeces (sea malo o bueno) te sana y aumenta el cuidado en lo que amas.

El amor propio es uno de los tantos registros de Dios y se ve en la calidad de experiencias que te otorgas con quien compartes tu tiempo. Todo esto lleva a tal paz que se nota en tu mirada. Y tu mirada es un viento de menta que endulza todo lo observable.

Así, de golpe, te sabes saludable y ves las ranas que siempre estuvieron camino a casa. Las ranas y los grillos. Abrazas a tu madre, a tu hermana y reconoces que amas a la persona con la que decidiste compartir tus días.

Reconoces que los amigos son la certeza de que eres una persona buena, porque la amistad se da en los encuentros genuinos, horizontales.

Y empiezas a construir recuerdos desde la satisfacción. Es decir, a disfrutar de aquello que haces. Y eso que haces se convierte en tu memoria y en la certeza de que estás en Dios, en ti, en el aquí y ahora.

Es cuando sientes el batallón de pájaros, la humedad del beso en los labios, la luz de la luna llena, el arrullo de arroyo de agua dulce, el canto de gallo que arrastra el alba, el perfume de la flor, a Dios como una satisfacción de 365 veces al día, el apretón de mano, el dulce de naranja, la fugacidad de un miércoles a las 3:00 de la tarde, la vida que también te vive y te da la bienvenida.

Juan Camilo Betancur E.

Fredonia, 1982. Periodista. Publicó el libro de micro-cuentos Los errantes (2013), la novela La mujer agapanto (2017) y la novela El escritor mago. Libro 1: la sociedad (2021).

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