Colombia necesita un cambio de enfoque. Decir “no más polarización” no significa negar las diferencias ni buscar un consenso superficial, sino aprender a gestionar esas diferencias con respeto.
Colombia parece vivir atrapada en un círculo vicioso de polarización que conduce a la violencia. La política se ha convertido en una disputa entre extremos, donde lo importante no es debatir propuestas sino descalificar al adversario. En este ambiente, las diferencias dejan de ser un recurso democrático para transformarse en barreras que impiden construir acuerdos básicos.
Esta dinámica está erosionando la democracia. La ciudadanía percibe que todo se reduce a estar “a favor” o “en contra” de un líder, de un partido o de un proyecto, y en ese fuego cruzado se pierden de vista los problemas reales: la desigualdad persistente, la falta de oportunidades que expulsa a miles de jóvenes del país, la inseguridad que golpea pueblos, ciudades y regiones como antaño.
La polarización también tiene costos sociales y económicos. Mientras los líderes se enredan en discusiones ideológicas, reformas urgentes en salud, educación o empleo se aplazan indefinidamente. El resultado es un Estado incapaz de responder a las necesidades básicas de la gente.
Las cifras reflejan hasta dónde puede llegar la intolerancia: según la Misión de Observación Electoral, los incidentes violentos contra líderes y candidatos aumentaron un 250 % entre 2022 (95 casos) y julio de 2023 (333 casos). En lo corrido de 2025, ya han sido asesinados 97 dirigentes políticos, incluyendo al precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay. La política, en lugar de ser un escenario para debatir ideas, se ha convertido en un campo de riesgo, donde disentir puede costar la vida.
La polarización también ha minado la credibilidad de las instituciones. El Congreso, la justicia y los organismos de control se perciben como actores atrapados en la lógica de los bandos, lo que alimenta aún más el escepticismo ciudadano. Cuando la gente deja de confiar en las instituciones democráticas, se abre la puerta a la apatía o, peor aún, a la tentación de un gobierno autoritario y radicalizado.
Colombia necesita un cambio de enfoque. Decir “no más polarización” no significa negar las diferencias ni buscar un consenso superficial, sino aprender a gestionarlas con respeto. El país requiere un nuevo pacto ciudadano donde el diálogo sea posible, donde el adversario político deje de ser visto como enemigo y donde lo fundamental sea la construcción de un país más justo e incluyente.
La invitación es clara: rechazar el odio como motor de la política. La unidad en la diversidad no es un ideal ingenuo, sino la condición indispensable para avanzar. Colombia merece una democracia que debata con firmeza, pero también que escuche, acuerde y construya. El reto está en nuestras manos.
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