El libertarismo y la nueva derecha parecen, a primera vista, compartir un enemigo común, pero sus principios y objetivos son irreconciliables. En los últimos años, el panorama político en Occidente ha sido testigo del ascenso de esa fuerza que se presenta como la antítesis de la izquierda socialista: la llamada nueva derecha. Desde Madrid hasta Varsovia, de Washington a Roma, han surgido movimientos políticos que agitan banderas patrióticas, denuncian el “globalismo” y prometen restaurar un supuesto orden moral perdido.
A primera vista, podría parecer que el libertarismo y la nueva derecha son aliados naturales frente a un enemigo común: el progresismo intervencionista y colectivista de la izquierda contemporánea. Sin embargo, esta coincidencia es superficial. Nuestros objetivos no solo son distintos: son fundamentalmente incompatibles.
Para los libertarios, la lucha política no se trata de cambiar quién controla el Estado, sino de limitar radicalmente su poder. La nueva derecha, por el contrario, quiere conservar el látigo, cambiar de manos el poder coercitivo y usarlo para imponer un proyecto político propio.
¿Qué es la nueva derecha?
La nueva derecha no es un bloque monolítico, pero comparte rasgos claros que la diferencian de la derecha liberal clásica:
- Nacionalismo económico y cultural que prioriza a “los nuestros” no mediante cooperación voluntaria, sino mediante coerción estatal. Esto significa que el comercio, la migración y la cultura quedan subordinados a criterios políticos en lugar de fluir de forma espontánea y voluntaria.
- Retórica anti-globalista que, lejos de promover mercados abiertos e intercambio libre, suele mezclarse con políticas proteccionistas y barreras comerciales que perjudican al propio ciudadano, como ha documentado el Cato Institute.
- Moralismo y control cultural ejercidos a través del aparato estatal, bajo la premisa de “proteger” la tradición y la identidad nacional, lo que en la práctica implica censura, persecución legal y manipulación educativa.
Entre sus líderes y partidos encontramos a Vox en España, Ley y Justicia (PiS) en Polonia, Fidesz-Unión Cívica Húngara –de Viktor Orbán– en Hungría, Agrupación Nacional –en francés: Rassemblement National (RN), de Marine Le Pen– en Francia, Hermanos de Italia (Fratelli d’Italia; FdI) de Giorgia Meloni y el movimiento MAGA de Donald Trump en los Estados Unidos. Todos comparten un patrón común: un Estado fuerte, paternalista y centralizador, actuando en nombre de “la nación”.
En América Latina, emergen fenómenos similares: La Libertad Avanza en Argentina bajo Javier Milei –retóricamente liberal, pero rodeado de aliados nacionalistas y proteccionistas–; el movimiento pro-Bolsonaro en Brasil, que mezcla consignas de libre mercado con medidas económicas intervencionistas; y corrientes en Chile, Colombia y México que fusionan conservadurismo social con dirigismo económico.
Estos movimientos contrastan con la derecha liberal clásica que, al menos en teoría, defendía el libre comercio, la apertura cultural y un Estado limitado a funciones esenciales. La nueva derecha ha sustituido la retórica de la libertad por la retórica del control.
Diferencias estructurales con el libertarismo
1. Filosofía política
El libertarismo y la nueva derecha parten de premisas opuestas. El libertarismo se basa en el Principio de No Agresión (PNP), que prohíbe iniciar o amenazar con el uso de la fuerza contra otros o su propiedad. Nuestra lealtad no es a una bandera ni a una identidad nacional abstracta, sino al derecho de cada individuo a vivir en libertad.
La nueva derecha, en cambio, adopta un colectivismo nacionalista (nacional-populismo) donde el individuo se subordina a una noción de “comunidad” o “identidad nacional”. El poder se centraliza para “proteger” esa identidad, justificando la intervención estatal como guardián de la tradición. Esto contradice la filosofía liberal-libertaria, que considera que la moral y la cultura deben desarrollarse a través de la cooperación voluntaria, no por imposición política.
2. Economía
El libertarismo defiende mercados libres sin privilegios, subsidios ni barreras artificiales, donde las decisiones económicas surgen de la cooperación voluntaria, no de decretos políticos. Creemos que el libre comercio no solo es un derecho, sino un motor de prosperidad comprobado históricamente.
La nueva derecha, en cambio, envuelve el intervencionismo en retórica patriótica: subsidios a sectores “estratégicos”, aranceles, manipulación monetaria y gasto público en “proyectos nacionales”. En la práctica, esto es estatismo con bandera.
El Índice de Libertad Económica muestra una correlación clara: los países con mayor apertura comercial y menor intervención estatal tienen niveles de vida más altos. No obstante, los gobiernos de nueva derecha tienden a usar el poder político para proteger industrias inefectivas a costa del consumidor, repitiendo errores históricos documentados en análisis como The Paradox of Protectionism y Doomed to Repeat It.
3. Derechos y libertades
Para el libertarismo, el Estado debe ser neutral frente a las elecciones personales que no impliquen agresión contra terceros. La moral es una construcción privada, no un mandato legal.
La nueva derecha, en cambio, utiliza el aparato estatal para imponer valores morales o culturales. Esto se traduce en censura de contenidos digitales, restricciones a eventos culturales y manipulación de programas educativos. Ejemplos recientes se han visto en Hungría con sus leyes sobre “contenido LGBTIQ+” y en intentos de gobiernos latinoamericanos por controlar redes sociales bajo el pretexto de “proteger la moral pública”.
El falso terreno común
Compartir críticas hacia la izquierda no equivale a compartir soluciones. El libertarismo y la llamada “nueva derecha” coinciden en denunciar la burocracia y ciertos excesos del progresismo, pero divergen en lo esencial: unos queremos limitar el poder del Estado, los otros quieren redirigirlo.
La historia ofrece advertencias nítidas. En la Europa de entreguerras, sectores liberales se dejaron seducir por alianzas “tácticas” con nacionalistas autoritarios para frenar el comunismo. Aquella confluencia coyuntural no produjo más libertad, sino gobiernos que aplastaron la disidencia y extendieron el control estatal con igual o mayor intensidad. La lección es simple: cuando el supuesto remedio conserva el mismo instrumento de coerción, el paciente no se cura y, además, se cambia de amo.
Este error estratégico suele nacer de una confusión conceptual: creer que la “democracia” o la “unidad” contra un adversario bastan para garantizar libertad. No. Como hemos argumentado en La democracia no es un sistema, es solo una herramienta, la democracia es un mecanismo, no una garantía de límites al poder. Si la caja de herramientas la maneja un proyecto colectivista –sea de izquierda o de derecha– el resultado es el mismo: más centralización y menos autonomía individual.
Asimismo, conviene mirar la evidencia económica. Parte de la nueva derecha propone erigir barreras comerciales para “proteger lo nuestro”. La experiencia demuestra lo contrario. El Índice de Libertad Económica evidencia, año tras año, que la apertura y la seguridad jurídica se asocian con mayor prosperidad. Y la literatura de política pública recoge décadas de fracasos del proteccionismo: subir aranceles encarece insumos, reduce la competencia y hace inefectiva la asignación de recursos. Una síntesis accesible está en Protectionism Hurts Consumers y en el recorrido histórico Doomed to Repeat It: The Long History of America’s Protectionist Failures, donde se documenta cómo los “remedios” comerciales han castigado a consumidores y no han resucitado sectores protegidos. Incluso análisis más recientes –como el ya mencionado The Paradox of Protectionism– muestran que los aranceles terminan erosionando el poder de compra, justo lo contrario de lo que prometen quienes los impulsan.
CONCLUSIÓN: el “territorio común” entre los libertarios y la nueva derecha es, en realidad, un espejismo. Si compartimos diagnósticos, pero no principios –propiedad privada, intercambio voluntario, libertad de expresión y neutralidad del Estado ante la moral privada– la alianza degenera en cooptación. La tentación de “sumar fuerzas” contra un enemigo conduce a convertirnos en una facción decorativa dentro de un Estado igual de intervencionista. Y esa concesión táctica se paga con la esencia del proyecto libertario.
El peligro de la contaminación ideológica
Asociarse con la nueva derecha no es un desacuerdo menor: es un choque de fundamentos. Donde el libertarismo ve orden espontáneo y cooperación voluntaria, la nueva derecha ve “dirección nacional”; donde el libertarismo exige reglas generales y límites estrictos al poder, la nueva derecha demanda discrecionalidad para “proteger” identidades, industrias o valores. Esa mezcla contamina el mensaje y cambia la percepción pública: dejamos de ser una alternativa para surgir como un “ala radical” de la derecha tradicional.
La contaminación empieza por el lenguaje. Conceptos como “soberanía económica” o “industria estratégica” se usan para justificar subsidios, controles y aranceles que violan el PNP en el intercambio. La evidencia no es ambigua. El recorrido empírico de Doomed to Repeat It detalla cómo, en sectores tan distintos como el acero, el papel o los neumáticos, las medidas proteccionistas encarecieron productos y no lograron hacer competitivas a las empresas “protegidas”. La idea de que “con lo nuestro” estaremos mejor es políticamente atractiva, pero económicamente falsa. De nuevo: el Índice de Libertad Económica correlaciona mejor desempeño con apertura y Estado acotado, no con dirigismo patriótico.
También hay contaminación en el terreno de los derechos civiles. La “defensa de la tradición” suele traducirse en legislación moral. Bajo la retórica de la protección, el Estado establece límites a la expresión y a la educación. Aun si alguien comparte objetivos morales, normalizar la herramienta –la censura estatal– es incompatible con un proyecto de libertad. Hoy se aplica para un tema, mañana para cualquier disenso incómodo.
¿Cuál es el costo político? La identidad libertaria se hace difusa. Si el público no distingue entre quienes quieren restringir la coerción y quienes quieren redirigirla, nos disolvemos; y la disolución no solo confunde: vuelve irrelevante. El movimiento que nació para recortar el poder se diluye en terminar justificando la maquinaria estatal cuando “sirve a los nuestros”. Esa incoherencia destruye credibilidad y, con ella, toda posibilidad de cambio institucional real.
¿Por qué este debate importa hoy?
Vivimos una era de pretextos perfectos para el expansionismo estatal. Crisis sanitarias, financieras, geopolíticas o culturales se utilizan para extender regulaciones, gasto y vigilancia. La izquierda promete redistribución y tutela; la nueva derecha, protección y orden. En ambos casos, el resultado es el mismo: más Estado.
En economía, resurgen los cantos de sirena del proteccionismo, aunque la evidencia señale sus perjuicios. Conviene volver al dato: cuando se sube un arancel para “defender empleos”, se encarece el insumo que utilizan miles de empresas y familias. Esa cadena de costos la ilustra bien Protectionism Hurts Consumers: el consumidor siempre paga. Y a nivel comparado, los países mejor posicionados en libertad económica –que se puede explorar en el Índice de Libertad Económica– exponen, con matices, mayor ingreso per cápita, mejor clima de inversión y más innovación.
En libertades civiles, la pulsión de control se expresa en leyes que regulan discurso y cultura. Quien legitima la herramienta por motivos “morales” abre la puerta a que mañana se use por motivos “sanitarios”, “de seguridad” o “económicos”. Por eso insistimos: el principio rector no puede ser quién usa el poder, sino cuánto poder puede usar. Cuando el foco vuelve a los límites –reglas generales, igualdad ante la ley, propiedad privada y neutralidad del Estado frente a la moral privada– el péndulo político deja de oscilar entre estatismos de distinto color.
Para un público que busca la brújula en medio del ruido, la misión liberal-libertaria es clara y tiene dos frentes: 1) descentralizar decisiones hacia individuos y comunidades voluntarias; 2) desmantelar privilegios y barreras que protegen a grupos conectados con el poder. Ese norte no admite alianzas que requieran sacrificar reglas por atajos. Si para “ganar” hay que justificar controles, censura o protecciones sectoriales, la victoria es falsa.
En conclusión…
El desafío de nuestra generación no es decidir qué facción ocupa el trono, sino cuánto poder dejamos al trono mismo. La batalla intelectual no es –ni debe ser– exclusivamente contra la izquierda: es contra cualquier proyecto que concentre poder, restrinja la libertad individual y trate a los ciudadanos como súbditos. La experiencia histórica, los datos de apertura económica y el respeto a la esfera privada convergen en una tesis inequívoca: menos Estado coercitivo implica más espacio para que la cooperación voluntaria resuelva problemas y genere prosperidad.
No se trata de elegir un nuevo amo que empuñe el mismo látigo: se trata de romper el látigo. Cambiar de estatismo sin cambiar de principios es pasar de una prisión pintada de rojo a una pintada de azul. Quien aspire a liderar el futuro desde la libertad debe resistir las alianzas que exigen traicionar ese núcleo moral. Para profundizar en la dimensión económica de esta defensa, vale revisar el patrón comparado del Índice de Libertad Económica y la evidencia de costos del proteccionismo sintetizada por el Cato y su repaso histórico; y para la dimensión institucional, recordar que la democracia –como argumentamos en este análisis– solo sirve a la libertad cuando está amarrada a límites que ningún gobierno puede perforar.
La versión original de esta columna apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
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