Me confirman desde la Mesa Directiva del Senado de la República que el proyecto de ley que reforma el componente financiero de la Ley 30 de Educación Superior —los benditos artículos 86 y 87 —se encuentra en la posición 59 del orden del día de la plenaria; es decir, el leitmotiv del sonado “Acuerdo Nacional por la Educación Superior” agoniza en los sótanos del infierno. No es prioridad del Gobierno, del Congreso, del movimiento social. Es letra muerta a la que solo resta aplicar la extremaunción.
Mi pesimismo se basa en la experiencia. Por un tiempo trabajé como asistente legislativo en la Cámara de Representantes, lo que me permitió comprender —en primera persona y en primera línea— como se gestan las leyes en el Congreso. Y un proyecto de ley que ya cumplió con su primera legislatura (dos periodos de sesiones ordinarias); al que todavía le restan tres debates para su sanción (uno en plenaria de Senado y dos en Cámara); al que el presidente del Senado ubica en la posición 59 del orden del día; pues, honestamente y sin llamarse a engaño, está condenado a extinguirse.
Con un agravante, el último periodo del Congreso suele ser el más complicado para la aprobación de una iniciativa del Gobierno, puesto que el grueso de los congresistas, tan afectos a la reelección indefinida, están más empeñados en renovar la titularidad de sus privilegios o en heredar sus curules. Por regla general, se legisla poco y el Congreso se diluye en el vaivén de un ciclo electoral.
Ahora bien, ¿quién o quiénes son los responsables del descalabro de una reforma esencial para la estabilización de las finanzas de la universidad pública? Con el ánimo de escarbar en el “cadáver”, porque no me cabe la menor duda de que sí hay responsables, procedo a señalarlos.
El Gobierno Nacional
La radicación de la reforma estuvo precedida por el “Acuerdo Nacional por la Educación Superior” y aterrizó en el Senado el 3 de septiembre de 2024 con la firma de sesenta congresistas: 43 representantes a la Cámara y 17 senadores. Convirtiéndose así en el proyecto del Gobierno con el mayor respaldo multipartidista. De ahí que se creyera —con cierta ingenuidad, ya lo veo—que su trámite sería exprés porque estaba precedido de un amplio consenso sectorial y político. Pero no, ciertamente, nos equivocamos; por un lado, el Ministerio de Educación radicó la reforma sin presentar el aval fiscal del Ministerio de Hacienda —un requisito indispensable—; y por otro lado, no se priorizó como “punto de honor” en la agenda legislativa.
Su aprobación en primer debate recién llegó el pasado 19 de febrero. ¡A cinco meses de su radicación!
Parece que el ministro Daniel Rojas no tuvo la capacidad de maniobrar el apoyo multipartidista inicial. Insisto: ningún proyecto del Gobierno Petro, ninguno, ha llegado al Congreso con la firma de sesenta congresistas. Un capital político gigantesco que no se aprovechó. Además, la reforma debía ser radicada para iniciar su trámite en Cámara y no en Senado, ¿por qué?, pues porque en la Cámara el Gobierno cuenta con más respaldo y en la Comisión Sexta cuenta con aliados de peso —Jaime Raúl Salamanca, uno de ellos—. Iniciar por el Senado fue un error táctico que todavía no comprendo; ¿exceso de confianza del ministro Daniel Rojas?, ¿autosabotaje? El resultado hoy salta a la vista: la posición 59 en el orden del día.
Los congresistas
Cuando los congresistas quieren pueden sacar adelante un proyecto de ley sin necesidad de la tutoría del Gobierno, para ello, solo se requiere de disposición y de muchísima fuerza de voluntad. Pero con esta reforma eso no pasó, ninguno de los sesenta congresistas que estampó su firma para figurar como coautor se propuso liderar la discusión, parece que todos y todas se durmieron en los laureles; o, en el mejor de los escenarios, delegaron toda la responsabilidad del trámite en las capacidades políticas del ministro Daniel Rojas. Craso error. El resultado hoy salta a la vista: la posición 59 en el orden del día.
Los rectores del Sistema Universitario Estatal
Comunicados van y comunicados vienen, lugares comunes, llamados destemplados y pare de contar. En eso se resume el rol que jugaron los rectores de las universidades públicas mientras la reforma agonizaba en el Congreso. Faltó contundencia, determinación, acciones estratégicas, llamados a la movilización, a rodear la única propuesta viable que ha presentado el Gobierno para saldar una deuda histórica. Para la muestra un botón: el pasado mayo el Consejo Superior de la UdeA —por estos días convertida en el paradigma de la crisis— sacó un comunicado extemporáneo donde hacía un llamado “al Congreso para dar prioridad a la reforma de la Ley 30”.
Para la fecha de publicación de ese comunicado la reforma ya se encontraba en fase terminal.
El movimiento estudiantil
Sé que ahora piso terrenos movedizos. Sin entrar a calificar el repertorio del movimiento estudiantil —el cual respeto— solo hago extensiva una pregunta: ¿Cuáles fueron sus acciones sostenidas de movilización, presión e incidencia para que desde el Congreso se avanzará en la discusión de la reforma?
Al fin de cuentas, todos y todas tenemos un grado de responsabilidad. Para quienes amamos y defendemos el valor de la universidad pública como soporte y garantía de una sociedad diferente, que, en medio de la franca indiferencia y la desidia política, se hunda una reforma que se avizoraba como un as esperanza, no deja de ser una gran derrota. No me siento menos culpable que aquel que se siente culpable. Aunque espero equivocarme, lo anhelo sin el proverbial temor a reconocer el error, pero la experiencia me abruma y ese número 59 en el orden del día de la plenaria del Senado solo me lleva a concluir que en esta ocasión tampoco fue.
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