En Colombia, los juicios a presidentes y expresidentes rara vez se han librado de la sombra política. En teoría, son procesos para esclarecer responsabilidades jurídicas; en la práctica, son campos de batalla donde se decide quién conserva el poder, quién lo pierde y quién reescribe la historia. Desde Santander hasta Uribe, la justicia ha sido, demasiadas veces, el disfraz formal de una pelea a cuchillo entre facciones.
DEL SIGLO XIX: CASTIGAR AL ENEMIGO, NO AL DELITO
Cuando en 1828 Santander fue acusado de participar en el atentado contra Bolívar, no solo se juzgaba un crimen: se ajusticiaba a un adversario político. Lo mismo sucedió con Tomás Cipriano de Mosquera, desterrado por decisiones de gobierno que incomodaron más a sus rivales que al código penal. En esos años, la ley era apenas un instrumento más del centralismo o el federalismo, según quién tuviera la pluma.
SIGLO XX: LA ÉLITE CUIDANDO SU CLUB
Marco Fidel Suárez, de origen humilde, fue expulsado del poder no por un delito tipificado, sino por no encajar en el molde aristocrático de sus copartidarios conservadores. Rojas Pinilla, el militar que interrumpió el orden civil, fue condenado por “mala conducta” mientras las élites lavaban sus propias culpas en la Violencia Bipartidista. Y el Proceso 8.000 contra Samper mostró el cinismo en su máxima expresión: pruebas, grabaciones y testimonios se hundieron bajo el peso de la “mermelada” y el cálculo político. Absolución judicial, condena moral… y el país siguió igual.
EL CASO URIBE: JUSTICIA EN TRANSMISIÓN EN VIVO
Álvaro Uribe no está siendo juzgado por paramilitarismo ni por falsos positivos, sino por presunta manipulación de testigos. El proceso se ha convertido en una arena de gladiadores mediáticos: sus detractores ven la oportunidad de “hacer justicia histórica”; sus defensores, la confirmación de que el “lawfare” existe en Colombia. El juicio, transmitido y debatido en redes, no solo discute pruebas: disputa el relato sobre dos décadas de política reciente.
LA CONSTANTE HISTÓRICA
En todos estos casos hay un patrón: la justicia es la escenografía, la política es el guion. Los jueces dictan sentencias, pero las condenas reales —o las absoluciones— se dictan en la calle, en los medios, en los pasillos del Congreso. En Colombia, los juicios contra los poderosos han sido, en el mejor de los casos, imperfectos; en el peor, venganzas revestidas de solemnidad.
LA REFLEXIÓN INCÓMODA
Si algo nos enseña la historia es que la verdad jurídica no siempre coincide con la verdad histórica. La justicia en Colombia, con demasiada frecuencia, no es ciega: mira de reojo al poder, al partido, al caudal electoral. El juicio a Uribe no es la excepción, sino la continuación de una tradición donde el estrado es solo otra trinchera. Cambian los nombres, cambian las acusaciones, pero el libreto es el mismo: ganar el juicio no es demostrar inocencia o culpabilidad, es imponer la versión que quedará en los libros… y en la memoria colectiva.
GOLPE FINAL
Y entonces, cuando el telón caiga y el juez lea la sentencia, una pregunta seguirá flotando sobre el país como un eco incómodo:
¿la justicia en Colombia sirve para defender la ley… o para ajustarle las cuentas al enemigo de turno?
Porque al final, lo que deberíamos preguntarnos no es si Uribe es culpable o inocente, sino algo más profundo y perturbador:
¿A quién le sirve realmente la justicia en Colombia?
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