“No todo gesto de respeto es una cadena; a veces es un puente que une generaciones.”
Hubo un tiempo en que un hombre ofrecer su abrigo en una noche fría, abrir la puerta para que alguien pasara o ceder su asiento a una mujer embarazada eran gestos que hablaban de educación, cuidado y respeto. Hoy, para algunos sectores, esas mismas acciones son interpretadas como manifestaciones de un machismo disfrazado, como si la cortesía fuera un caballo de Troya que esconde opresión.
La ola progresista, necesaria en muchos frentes para combatir desigualdades históricas, corre el riesgo de llevarse por delante símbolos y costumbres que no necesariamente responden a la opresión, sino a la humanidad compartida. La caballerosidad —ese código no escrito de consideración— se está desdibujando, y con ello también la capacidad de reconocer que no todos los gestos nacen de una jerarquía de poder.
Confundir la cortesía con el machismo es como confundir la ayuda con la lástima: ambas pueden coexistir, pero no son lo mismo. La caballerosidad bien entendida no coloca a la mujer en un pedestal intocable ni la reduce a un ser frágil; más bien, exalta la idea de que el respeto y el cuidado son valores recíprocos.
El problema no está en abrir una puerta, sino en abrirla solo para quien se cree inferior o incapaz. El reto de las nuevas generaciones es rescatar la esencia de estos gestos sin las cargas históricas que deformaron su sentido. No se trata de eliminar la cortesía, sino de universalizarla: que un hombre la ejerza hacia una mujer, que una mujer la ejerza hacia un hombre, que un joven lo haga hacia un anciano, que un desconocido lo haga hacia otro.
La caballerosidad no es una obligación masculina, es una forma de convivencia que debería ser aspiración humana. En un mundo que reclama igualdad, no deberíamos matar las buenas costumbres, sino adaptarlas a un tiempo donde la empatía, más que un privilegio, sea un deber compartido.
Porque el día que dejemos de sostener una puerta, ceder un asiento o tender una mano por miedo a la interpretación, habremos perdido más que una costumbre: habremos renunciado a un puente invisible que nos recuerda que el respeto sigue siendo la más revolucionaria de las virtudes.
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