Volver a los tiempos oscuros

Miguel Uribe no es solo un nombre más en la lista de muertos de Colombia. Su apellido carga la marca de la violencia política: un padre asesinado, una familia perseguida, y ahora él, silenciado a una edad temprana por manos cobardes. Lo mataron como se mata a un símbolo, como se mata una idea que incomoda. Y lo más grave no es el disparo que lo calló, sino que el país vuelve a un territorio que creíamos superado: donde disentir se paga con la vida.

Yo lo conocí cuando empezaba a sonar para la Alcaldía de Bogotá. En ese entonces era Secretario de Gobierno de Enrique Peñalosa. Lo vi rodeado de jóvenes con hambre de cambio, con credibilidad, con el coraje para enfrentarse a un país que castiga la decencia. Jóvenes de la más alta talla, con esa fe casi ingenua pero necesaria de que valía la pena dar la batalla.

La última vez que lo vi fue en el Senado de la República. Me estrechó la mano, puso la otra sobre mi hombro y, con esa sonrisa que le iluminaba el rostro, me dijo:
¿Cuándo pasas a la oficina para que hablemos de San Andrés y Providencia? Necesito que me ayudes a ver con tus ojos qué necesitan las islas.
Ese café quedó en el aire. Nunca llegará. Mi respuesta fue corta y sin adornos:
Hombre, el centralismo nos tiene acabados. Necesitamos un presidente que nos vea.

La historia es testaruda y cruel. Nos recuerda con nombres que duelen: Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro, Bernardo Jaramillo, Álvaro Gómez. Cada asesinato no solo truncó una vida; mutiló un pedazo de democracia. Hoy, décadas después, respiramos el mismo aire pesado. La oposición se ha vuelto un deporte extremo, incluso en San Andrés, donde antes la política se libraba con palabras y no con pólvora.

Y aunque aquí no tenemos sicarios con pistola, abundan los sicarios morales: personas pagadas o adoctrinadas para destruir reputaciones, distorsionar discursos y sembrar odio contra quien piense distinto al gobierno de turno. El Archipiélago se ha convertido en un laboratorio de silenciamiento elegante: no te matan, pero te matan la voz.

No hablo solo de redes sociales; hablo de lo que pasa en las mesas de las casas y en las sillas de las oficinas. Cuando expreso mis posturas, parte de mi familia me acoge, pero otra parte me aconseja en voz baja: “No opines así, no te conviene, vas a perder votos”. Algunos amigos me escuchan, pero no asienten, no sea que les salpique el costo político o social. Otros se apartan discretamente, como si opinar fuera un contagio. Ese es el miedo reverencial que vuelve a Colombia peligrosa, no solo para los que estamos en política, sino para cualquier ciudadano que aún crea en su derecho a disentir.

No me asusta que me llamen “facho”. Ese es un adjetivo barato para quienes no saben debatir. Lo que me preocupa es que hayamos perdido la capacidad de escucharnos sin ponernos en fila para fusilar ideas. ¿En qué momento disentir se volvió una provocación? ¿Cuándo la discrepancia se convirtió en sentencia? El odio se cultiva, se alimenta y se normaliza, hasta que deja de escandalizar que a un opositor lo maten.

El presidente Nayib Bukele dijo una vez que cuando un delincuente no es capturado, es porque el Estado está inmiscuido en su crimen. Aquí, esa frase resuena como una acusación directa. La impunidad no es un accidente: es un sistema. Y cuando el Estado tolera o encubre, no estamos ante fallas institucionales; estamos ante un pacto con la barbarie.

No se equivoquen: lo que está en juego no es la vida de un solo político, es la libertad de todos para pensar distinto sin miedo a ser acribillados, literal o simbólicamente. Hoy lloramos a Miguel, mañana puede ser cualquiera que se atreva a hablar.

La democracia no se derrumba de golpe; se erosiona. Muere primero en la palabra, después en la bala. Y mientras sigamos normalizando la violencia política, no será solo Colombia la que retrocede: será nuestra dignidad la que se extinga.

“Clama a voz en cuello, no te detengas; alza tu voz como trompeta y anuncia a mi pueblo su rebelión…” (Isaías 58:1).

Jayson Taylor Davis

Soy un abogado sanandresano, especialista y estudiante de la maestría en MBA en la Universidad Externado de Colombia.

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