“Aunque el 2026 se perfila como una elección sin Char en el tarjetón, la realidad es que las maquinarias del Atlántico siguen funcionando con la misma lógica de siempre.”
Que nadie se equivoque: aunque alguno de los Char no esté en el tarjetón para 2026, las maquinarias políticas del Atlántico siguen tan activas como siempre, listas para salir a pescar votos con las mismas redes de siempre. Esta vez, sin embargo, el panorama es más confuso, con nuevos rostros y viejas estrategias recicladas. Lo que estamos viendo es una reconfiguración superficial de un poder profundamente arraigado, que sigue respondiendo a los intereses de los clanes y no a los de la ciudadanía.
En este ajedrez de fichas políticas, la ausencia de un Char es simbólicamente potente, pero políticamente limitada. Porque lo cierto es que su sombra sigue ahí, representada en figuras como Gonzalo Baute o César Lorduy. No se necesita tener un Char de candidato para que el charismo opere. Baute es más que un operador; es un soldado disciplinado de Álex Char, uno que ha aprendido a mover fichas en silencio, tras bambalinas, y con la discreción que exige el juego clientelista. Lo mismo pasa con Lorduy, un hombre brillante en lo legislativo pero sin carisma ni estructura propia. De hecho, su “quema” en 2022 fue el resultado directo de no tener un voto amarrado más allá del que le garantizaba la familia Char.
Y así como los Char intentan reconstruir lo perdido tras el golpe de 2022, otros grupos tradicionales del Atlántico están aprovechando la coyuntura para ampliar sus feudos. El caso más descarado, y debo decirlo sin rodeos, es el de Eduardo Pulgar. Un político condenado por corrupción que, desde la cárcel, siguió dirigiendo su grupo como si nada hubiera pasado. ¿Cómo es posible que alguien con semejante prontuario no solo conserve poder, sino que lo aumente? Es la fotografía más clara del cinismo institucional que vive el país. Que su hermano Freddy sea ahora el llamado a liderar su lista al Senado y que su cuñado tenga aspiraciones por una curul afro, es la prueba de que aquí no hay castigos sociales ni políticos. Hay premios, reinvenciones y alianzas camaleónicas con partidos que se prestan como franquicias al mejor postor.
Y no muy distinto es lo que hacen los Torres. Aparentemente más cercanos al progresismo, han sabido capitalizar su cercanía con el gobierno nacional para acumular contratos y cargos. Eso les da músculo para mover maquinaria, sí, pero también genera una enorme contradicción para el Pacto Histórico. ¿Cómo sostener una narrativa de cambio cuando se permite que estructuras tradicionales como la de los Torres ocupen lugares privilegiados en las listas cerradas? ¿Dónde queda la base que se movilizó por Petro, la que pedía dignidad y transparencia? La competencia entre Jaime Santamaría y Andrea Vargas lo evidencia: una lucha real entre una izquierda ilustrada y cercana al poder, y una izquierda de base que se está jugando el todo por el todo.
Pero el problema va más allá de nombres propios. Lo que está en juego en el Atlántico es la continuidad de un sistema que funciona a punta de favores, contratos, puestos y promesas. Que alguien como Winsner Sandoval esté aspirando a la Cámara desde una curul afro, no por representar causas étnicas sino por la facilidad que brinda esa circunscripción, es una muestra de cómo se instrumentaliza la representación. Aquí lo que menos importa es el debate de ideas, la calidad legislativa o los intereses ciudadanos. Todo se reduce a cuánto poder territorial tienes, a cuánta gente puedes movilizar y a qué partido puedes alquilar.
Y claro, mientras unos intentan llegar, otros están evaluando su salida. Efraín Cepeda, uno de los barones electorales más longevos del país, dice que está pensando en ser presidente. Sinceramente, me cuesta imaginarlo. No porque no tenga experiencia, sino porque su estilo, profundamente tradicional, está en las antípodas de lo que una parte del país hoy reclama. Aun así, no lo descarto del todo. En Colombia hemos visto cosas peores.
Lo cierto es que Cepeda, con su posible retiro, abre un espacio de disputa dentro del conservatismo costeño que seguramente será aprovechado por figuras como Armando Zabaraín o Juan Camilo Fuentes. Pero no nos engañemos: no hay renovación, hay reciclaje. Cambian los nombres, pero el modus operandi es idéntico. Y eso también explica por qué se va desinflando la aspiración presidencial de figuras como Mauricio Gómez, que parecen haber entendido que el país está más cansado de la politiquería de lo que muchos quieren admitir.
Así que, aunque el 2026 se perfila como una elección sin Char en el tarjetón, la realidad es que las maquinarias del Atlántico siguen funcionando con la misma lógica de siempre. Los clanes tradicionales no solo no han perdido poder, sino que lo han sabido redistribuir entre sus aliados, familiares y operadores. No hay vacío de poder, hay traspaso interno del mismo.
Y eso, para quienes creemos en una democracia más participativa, más limpia y más ciudadana, es profundamente frustrante. Porque mientras algunos se matan trabajando por construir liderazgos desde el territorio, otros simplemente se reparten las curules como si fueran fichas de dominó. Por eso, más allá de las caras nuevas o de los posibles reveses judiciales de algunos, lo que necesitamos es una transformación radical del sistema político, que impida que la corrupción, el nepotismo y la maquinaria sigan siendo el camino más corto al Congreso.
Porque si seguimos como vamos, sin importar si se llama Char, Pulgar o Torres, el Atlántico será gobernado siempre por los mismos, aunque cambien de rostro, de color de partido y de camiseta. Y eso no es democracia: eso es un teatro mal montado, donde los actores cambian, pero el libreto sigue siendo el mismo.
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