Un juicio cerró doscientos años de impunidad

“No se trata de juzgar a un hombre, sino de tomar una medida de salud pública”. Robespierre

El juicio al expresidente Álvaro Uribe cautivó la atención del país durante el último año, y culmina una larga puja de la justicia con el hombre más peligroso del país, capaz de movilizar fuerzas legales e ilegales, tal como quedó demostrado en el proceso, y en el fallo de la juez Sandra Liliana Heredia.

El largometraje arranca en 2014, cuando el entonces representante a la Cámara Iván Cepeda promueve un debate de control político al nuevo senador Álvaro Uribe, señalado de vínculos con paramilitares, y con masacres cometidas por esos escuadrones de exterminio. La respuesta de Uribe fue la huida: Las imágenes del expresidente escabulléndose por los vericuetos del congreso desmintieron lo que tanto pregonaba, ser un hombre frentero.

Su fuga lo llevó a la Corte Suprema de Justicia a poner denuncia contra el congresista que lo denunciaba, Cepeda, por manipulación de testigos y fraude procesal. Corrían tiempos donde la palabra de Uribe era la ley y, abusando de ella, en el mismo año, lanzó afirmaciones sobre una financiación ilegal a la campaña de Juan Manuel Santos, en 2010. En tal ocasión se presentó al bunker de la Fiscalía General, guardó silencio, y se hizo lustrar los zapatos. El incidente es relevante en cuanto demuestra el desprecio del expresidente con la justicia colombiana, por entonces reducida a una maquinaria de impunidad.

La denuncia contra el congresista Iván Cepeda no tuvo prueba. Pretendía deslegitimar sólo con la fuerza de su palabra las documentadas denuncias del senador. Sin embargo, la Suprema no aceptó el magister dixit como criterio judicial, encontrando que las acusaciones de Uribe se fundaron en manipulación de testigos, decidió absolver al senador Cepeda, y acusar al senador Uribe por fraude procesal y soborno en actuación penal.

Contra todos los pronósticos, el proceso contra Uribe avanzó en la
Corte Suprema, hasta que ésta dictó detención domiciliaria contra el sindicado, en 2020, lo cual lo lleva a renunciar al Senado, reemprendiendo la huida. Recupera la libertad, buscando quedar en manos del fiscal Francisco Barbosa, un títere de su títere Iván Duque.

Efectivamente, la Fiscalía General se convirtió en claque de defensa de Álvaro Uribe, reforzada con la procuraduría de Margarita Cabello. Llegando en dos ocasiones a pedir la preclusión del proceso, sendas juezas negaron la pretensión, igual hizo el Tribunal superior de Bogotá. Lo cual muestra la solidez jurídica del expediente.

En febrero de 2025 se inicia el juicio oral, con amplia tribuna en Colombia y en el mundo, siguiendo al detalle sus 67 audiencias, con casi 100 testigos, y repetidas maniobras de la defensa uribista para tratar de remover a la jueza y a la fiscal del caso, todas fallidas. También observó la ciudadanía las marrullas con las que se pretendió dilatar el proceso, que se acercaba a la prescripción, y cómo la jueza Heredia revisaba paso a paso cada actuación procesal, y desbarataba tretas dilatorias.

Uno de los hechos más sorprendentes fue ver delincuentes de todos los pelambres desfilar para atestar a favor de Uribe. Parecía que entre la batería de argucias estaba la aplicación del principio de la propaganda atribuido a Goebbels: Una mentira repetida se convierte en verdad. Así, el mismo acusado se definía como una persona honorable, y llevó una procesión de malandrines a recitar el mantra “Uribe es honorable”.

También se observó como cada manipulación de un testigo para cambiar o acomodar una versión, era llamada “una petición para que dijera la verdad”. Mentira que se repitió una y otra vez. Así como se repitió la acusación contra Iván Cepeda de sobornar testigos.

Los colombianos observaron en vivo y en directo como se revelaba la relación de los hermanos Uribe Vélez con paramilitares, que en la finca Guacharacas tenían cuartel general; de cómo allí se “ordeñaba” el oleoducto, sustraerle combustible, para financiar actividades ilegales. También se evidenció que ni siquiera en la torcida son derechos, porque el testimonio de Carlos Enrique Vélez, contra el acusado, ocurrió porque no le cumplieron con el pago completo del soborno.

Se escucharon frases reveladoras como: “A Uribe lo montamos los paras”, a la presidencia. “Uribe coordinaba lo militar en esa época”. “Entre bandidos nos entendemos”, decía un recluso refiriéndose a una tratativa con el abogado del expresidente.

En temporada de realitys, el juicio a Álvaro Uribe devino en espectáculo, y desveló el entorno delincuencial de éste. Por eso, pretender mostrar el proceso como persecución política es desquiciado, por mucho que lo repitan.

La táctica de mentir mecánicamente se le desgastó: Repite que es frentero, pero de tanto verlo correr se conoce que es flojo. Repite que es honorable, pero se apoya en abogados canallones, y lleva una caterva de delincuentes a que lo certifiquen. Denuncia a Cepeda por falsear testimonios, y lo hace recurriendo a falsos testigos. Y encubre las mentiras procesales repitiendo que busca la verdad. El principio de reiterar falsedades para generar una verdad, funciona a condición que sea una sola mentira, malabares con treinta embustes colapsan. Eso le pasó a Uribe en su juicio, también en su proceso político.

Al no poder desvirtuar los cargos en su contra, Uribe terminó lloriqueando ante Donald Trump, pidiéndole un auxilio de impunidad; hasta graduaron de juristas a una comparsa de negociantes, favorecidos por sus gobiernos, para que conceptuaran la necesidad de un fallo absolutorio. De paso, graduaron de jurisconsultos a periodistas de los medios corporativos, y desataron campaña de intimidación contra la juez, y contra la sociedad en general.

Por eso, antes de la lectura del fallo, por la jueza Sandra Heredia, ya la sociedad colombiana sabía que era culpable, no sólo de los tres delitos que se le endilgaban, también de otros de lesa humanidad.

El 28 de julio el país siguió las once horas de lectura del fallo condenatorio. Una pieza impecable de filigrana jurídica y gramatical; culta, argumentada, pedagógica. Y anunció lo que todos sabían, que Álvaro Uribe es culpable. Tal como Al Capone y los grandes mafiosos, él termina enjuiciado por los delitos menos graves que ha cometido, aunque engañar a la justicia, y por ende al país, es muy grave. Los doce años de cárcel perecen pocos, pero rompe el principio de la justicia sólo para los de ruana.

Como era de esperarse, en un país con nueve millones de víctimas, hubo celebración general, con fiestas en las calles, mientras seguidores de Uribe vociferaban, amenazaban, y hacían solicitudes al imperio de aranceles, sanciones, e invasiones. Las que Trump ha despreciado. Así se profundiza el divorcio de la extrema derecha con una ciudadanía que entendió que se dejan atrás dos siglos de impunidad.

José Darío Castrillón Orozco

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