“Gobernar con afectos no significa manipularlos, significa comprender su centralidad.
Vivimos una época en la que la emoción ha dejado de ser un componente marginal de la política para convertirse en su núcleo operativo. Las democracias contemporáneas, enfrentadas a múltiples crisis de legitimidad, representación y eficacia, han desplazado el ideal ilustrado de la deliberación racional hacia formas de gobierno basadas en la activación, administración y explotación del afecto. Miedo, resentimiento, esperanza, humillación o ansiedad ya no son consecuencias no deseadas del debate público sino sus estructuras de posibilidad; en lugar de aspirar a un ciudadano informado que delibera, el sistema produce sujetos afectados que reaccionan.
Este giro afectivo no es ni espontáneo ni superficial, responde a condiciones estructurales entre ellas la saturación informativa, la velocidad de los ciclos mediáticos, la fragilidad institucional y la expansión de tecnologías digitales que recompensan la emocionalidad intensa. Martha Nussbaum advierte que para sostener el vínculo político la democracia necesita cultivar emociones como la compasión, la esperanza y el duelo compartido, pero cuando estas no son promovidas deliberadamente, otras emociones más corrosivas llenan el vacío (Nussbaum, 2001).
William Davies señala que vivimos en un estado de nerviosismo colectivo en el que el miedo y la ansiedad se convierten en tecnologías de gobierno (Davies, 2018). En este marco las decisiones políticas vuelven a buscar contención inmediata en lugar de solucionar problemas estructurales, y la seguridad se convierte en el nuevo horizonte normativo; el lenguaje del riesgo reemplaza al del derecho, el lenguaje del enemigo suple al del adversario y la certeza emocional se impone sobre la complejidad del argumento.
Sara Ahmed argumenta que los afectos circulan socialmente adheridos a ciertos cuerpos y narrativas, trazando mapas de pertenencia y exclusión (Ahmed, 2004). En consecuencia, la preponderancia de las emociones en el espacio público no es accidental sino construida por medio de dispositivos discursivos y materiales que orientan lo que debemos sentir y a quién debemos temer.
En este escenario la racionalidad política se transforma, ya no es el argumento sólido lo que importa sino la capacidad de provocar una respuesta inmediata. El programa se vuelve eslogan, el comunicador se comporta como provocador afectivo y la representación política se redefine como susceptibilidad emocional.
Las redes sociales son el terreno ideal para esta dinámica. Zeynep Tufekci y Evgeny Morozov han documentado cómo los algoritmos digitales moldean formas de percepción, atención y afectividad; las plataformas funcionan como arquitecturas que privilegian la polarización, la indignación y la intensidad emocional, fragmentando la deliberación en estímulos intermitentes (Tufekci, 2017; Morozov, 2013).
El problema no es la presencia de emociones en la política sino su reducción a mecanismos de movilización inmediata sin procesamiento institucional. El afecto sin elaboración se convierte en ruido y el sentimiento sin traducción política se agota en sí mismo. La política no puede renunciar a las emociones, pero tampoco puede quedar atrapada en su gestión reactiva. Se requiere una pedagogía del afecto y una institucionalidad que las trate no como síntomas de crisis sino como materia prima del diálogo público.
La esperanza, emoción política fundamental, solo puede desplegar su potencial si se sostiene en un horizonte compartido y en un relato de futuro que no se reduzca a la administración del presente; la compasión, sin estructuras de reconocimiento y redistribución, corre el riesgo de convertirse en espectáculo; incluso el enojo contra la injusticia puede convertirse en energía transformadora si encuentra canales de organización colectiva.
Gobernar con afectos no significa manipularlos; significa comprender su centralidad, reconocer que toda acción política genera una atmósfera emocional, que la confianza el miedo el orgullo o la vergüenza forman parte del repertorio con el que se construyen las relaciones entre Estado y sociedad. La pregunta que debemos hacernos no es si debemos sentir en política sino cómo, para qué y con qué propósito común.
La democracia solo sobrevivirá si aprende a habitar esta dimensión afectiva sin cederla a la lógica del mercado o del oportunismo comunicacional porque si el miedo paraliza y el odio destruye, solo una esperanza crítica concreta y compartida podrá sostener el deseo de convivir políticamente.
Referencias
Ahmed, S. (2004). The cultural politics of emotion. Edinburgh University Press.
Davies, W. (2018). Nervous States: Democracy and the Decline of Reason. W. W. Norton.
Morozov, E. (2013). To Save Everything, Click Here: The Folly of Technological Solutionism. PublicAffairs.
Nussbaum, M. C. (2001). Upheavals of Thought: The Intelligence of Emotions. Cambridge University Press.
Tufekci, Z. (2017). Twitter and Tear Gas: The Power and Fragility of Networked Protest. Yale University Press.
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