¿Y si lo que necesita la juventud no es más libertad, sino más dirección?

Una patria que solo promete libertad, pero olvida enseñar propósito, termina criando soldados para el caos.”


Un reciente informe de la ONU reveló que, entre 2022 y 2024, más de 474 menores de edad fueron reclutados por grupos armados ilegales en Colombia. Uno cada 48 horas. Uno cada dos amaneceres. Y lo más estremecedor es cómo fueron contactados: TikTok, Facebook, redes sociales que reemplazaron la cuna, la escuela y la plaza. Esta cifra no es solo una estadística de horror. Es un epitafio colectivo. Una muestra clara de lo que ocurre cuando una sociedad cede su función educadora a pantallas que no conocen la ternura ni el límite.

Durante años nos han vendido una idea edulcorada de la libertad juvenil, una que romantiza la autonomía sin advertir su reverso: el abandono. A los jóvenes se les entregó la promesa del “sé tú mismo” como un dogma vacío. Pero nunca se les enseñó a tallar ese “tú” con virtud, con esfuerzo, con sentido. Se abolieron los referentes y, con ellos, la autoridad simbólica. Y en su lugar no quedó el pensamiento libre, sino la fragilidad existencial. Como escribió Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstancia; y si no la salvo a ella, no me salvo yo”. Pero hemos criado generaciones que quieren ser solo “yo”, sin circunstancia, sin deber, sin historia. Y así, desprovistos de contexto, terminan por perderse incluso de sí mismos.

En nombre de una supuesta modernidad, se desdibujó la solemnidad de la escuela, se difuminó la frontera entre lo que se enseña y lo que se tolera, y se convirtió la infancia en un mercado de identidades intercambiables. Hoy, el “yo” es una vitrina de consumo estético, donde todo puede ser reemplazado según el algoritmo de turno. Y si ese “yo” no se siente validado, entonces todo tambalea: el autoestima, el sentido de pertenencia, incluso la noción de bien y mal. Porque cuando la verdad se subordina al aplauso, lo siguiente que se pierde es la dignidad.

Se nos olvidó, en medio de tanta emancipación, que la libertad no es punto de partida, sino punto de llegada. Y que para llegar a ella se necesita dirección. No el grito de moda, no la consigna complaciente, sino la guía exigente que forma criterio. La juventud necesita ser conducida, no halagada. Necesita estructuras que encaucen, no discursos que distraigan. Porque una nación que abandona su deber formativo con la excusa de no parecer autoritaria está condenada a cosechar generaciones sin brújula.

Y es que una patria que solo promete libertad, pero olvida enseñar propósito, termina criando soldados para el caos. La anarquía emocional no llega por exceso de control, sino por ausencia de sentido. Lo estamos viendo: capos convertidos en influencers, criminales que son celebridades, discursos populistas que empoderan sin educar. El resultado: vidas jóvenes arrojadas a la idolatría del narco o a la trampa de la viralidad.

Leyendo entre líneas a Cicerón, nos indica que los pueblos que olvidan sus deberes pierden el derecho a la República. En Colombia, hemos abandonado ambos. Y el precio lo pagan los más jóvenes. No es casual que las figuras de autoridad estén en crisis: maestros desmoralizados, padres ausentes o temerosos, líderes reducidos a tiktokers de causas pasajeras. ¿Qué queda entonces? Influencers de armas y narcocorridos, criminales convertidos en ídolos estéticos. En ese caldo de cultivo, el reclutamiento armado no es una anomalía: es una consecuencia lógica.

Debemos volver a hablar con orgullo de la palabra “autoridad”. No como opresión, sino como faro. No como castigo, sino como guía. Y debemos enseñar a los jóvenes, desde temprano, que ser libres implica saber qué hacer con esa libertad. Que hay un pacto social —como lo consagra el artículo 95 de nuestra Constitución— que nos obliga a actuar con decoro, con civismo, con responsabilidad. Que el ciudadano no nace: se forma. Y que quien solo conoce sus derechos, pero ignora sus deberes, no es un ciudadano: es un huésped del sistema.

El rescate empieza en las escuelas, que deben ser más que espacios de instrucción: deben ser trinchera moral. Deben volver a enseñar historia patria con solemnidad, derecho constitucional con orgullo, y ética con severidad. No podemos formar líderes sin sentido de deber. No podemos seguir pidiendo resultados a una generación que nadie se atrevió a formar con rigor.

Porque cuando los jóvenes creen que la libertad consiste en romperlo todo, en desconfiar de todo, en sentirse víctimas eternas del sistema, es porque alguien les falló. Y esa falla no se resuelve con más tolerancia, ni con más discursos de autoayuda. Se resuelve con dirección, con carácter, con autoridad legítima. Con una patria que sepa decir: “Aquí está el camino. No es el más fácil, pero es el correcto”.

Esta no es una invitación al autoritarismo. Es una defensa del orden como valor civilizatorio. Es un llamado a rescatar la investidura del maestro, el ejemplo del padre, la vocación del líder. Es hora de entender que sin estructura, la libertad se convierte en anarquía emocional. Y que sin dirección, la juventud no florece: se desvía.

La juventud necesita algo más que “ser”. Necesita saber qué ser. Y ese saber no nace del algoritmo ni del aplauso: nace del deber. Nace del encuentro con el otro, con el límite, con la historia. Solo así podrá esta patria —tan joven aún en sus cicatrices— formar generaciones que no teman a la libertad, pero que sepan merecerla.

 

Juan Diego Vélez Forero

¡Hola! Soy Juan Diego Vélez Forero; un joven que en medio de una Colombia que regresa a un pasado que nos dejó un futuro colmado de incertidumbres y en donde diariamente se normaliza la desgracia; no quiere ser de la generación que permitió que su país, se diera por perdido

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