La figura de Rafael Pérez Gay se ha erigido en el panorama literario y mediático mexicano como la de un divulgador cultural más que como la de un escritor. Su personaje del diario mexicano Milenio, Gil Gamés, se caracteriza por la crítica política al gobierno del partido Morena. Sin embargo, al despojar su obra de los halagos recurrentes que a menudo la envuelven, sobre todo, arropándose del prestigio de su hermano José María, emerge una crítica ineludible: la de un escritor que, lejos de la profunda erudición que se le atribuye, parece navegar en la superficie de un conocimiento ya digerido, repitiendo temáticas hasta el agotamiento y revelando, en la actualidad, una fatiga intelectual.
La crítica de la falta de erudición en Pérez Gay no reside en la ausencia de referencias culturales, sino en la superficialidad con la que estas son a menudo abordadas. Sus ensayos y crónicas, si bien salpicados de citas a autores clásicos y contemporáneos, raras veces profundizan en un análisis que trascienda la mera mención y el “dato curioso”. Pareciera que su erudición es más una pose, una acumulación de datos bien articulados que una verdadera inmersión en la complejidad del pensamiento literario —para muestra su programa televisivo cargado de datos, pero de pocos significados—. Las alusiones a la filosofía, la literatura universal o la historia se sienten forzadas, lejos de ser ventanas a nuevas interpretaciones o a un conocimiento genuinamente desentrañado. El lector avezado puede percibir que el autor camina por senderos conocidos, sin aventurarse en las veredas menos transitadas que la verdadera erudición exige —La otra aventura, es una vieja y que conocemos como nuestro mullido sillón, Gil—.
Esta carencia de una base verdaderamente profunda se vincula directamente con la segunda crítica: la de las temáticas repetidas hasta la saciedad. Quien se adentra en la obra de Pérez Gay con cierta continuidad no tarda en notar un retorno constante a los mismos tópicos: la Ciudad de México, el cine de oro mexicano, la melancolía de la vejez, la figura del escritor maldito o bohemio, y una cierta nostalgia por un pasado que, de tanto evocarlo, termina por volverse un cliché. Si bien todo autor tiene sus obsesiones, en el caso de Pérez Gay, estas han mutado de una recurrencia fructífera a una monotonía predecible. Sus columnas periodísticas y sus libros recientes, a menudo, dan la impresión de ser variaciones sobre los mismos acordes, sin nuevas armonías o disonancias que sorprendan al lector. La fórmula, alguna vez fresca y atractiva, se ha gastado con el uso excesivo, convirtiendo lo que fue su sello distintivo en una previsible rutina. Si hablamos de su personaje, poco se puede decir: sus columnas de crítica política, llena de ataques feroces contra el gobierno lopezobradorista y que firma bajo el seudónimo de Gil Gamés, terminan siendo recuperaciones de notas de OTROS AUTORES donde solo agrega comentarios sueltos… y nada más. Una falta de ingenio, una falta de, incluso me atrevo, optimismo para con la mínima reflexión, la capacidad de síntesis y el oficio mismo de escribir.
Finalmente, y quizás la crítica más severa, es la percepción de un agotamiento intelectual. La vitalidad de ideas, la agudeza del análisis y la chispa original que caracterizaron sus primeros trabajos parecen haber menguado. Sus textos más recientes, a menudo, se sienten complacientes, carentes de la tensión intelectual que desafía y provoca al lector. Las reflexiones se vuelven reiterativas, los argumentos menos contundentes y la prosa, que antes destellaba por su ingenio, se diluye en una comodidad que bordea la autocomplacencia. Es como si el autor se hubiera cansado de explorar, de buscar nuevas preguntas o de forzarse a trascender sus propias convenciones. Esta fatiga no solo se refleja en la superficialidad de los temas, sino en una cierta pereza en el estilo, donde la elegancia formal, otrora un distintivo, se vuelve a veces un refugio para la falta de ideas frescas.
La obra de Rafael Pérez Gay, alias Gil Gamés, si bien posee innegables méritos formales y ha sabido conectar con un público, no está exenta de cuestionamientos: la falta de una erudición verdaderamente profunda cargada de significados, la reiteración constante de sus temáticas predilectas y un palpable agotamiento intelectual amenazan con convertir lo que fue una voz prometedora en un eco distante de un potencial agotado, dejando al lector más exigente con la sensación de que, en ocasiones, el brillo de su prosa opaca la ausencia de un pensamiento verdaderamente renovador y arriesgado.
Todo es raro, caracho. Alguna vez en un texto de Marcel Proust leí: “Como muchos intelectuales, era incapaz de decir una cosa sencilla de forma sencilla”.
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