¿Qué es escribir mal?

Cómo lo imaginado en la virtualidad del pensamiento puede amedrentar la tangibilidad de lo real.


Antes de acostarme cliqueé el PDF. Fermín me había pasado un archivo con un relato para que yo lo leyera, antes de enviármelo, había estado coqueteando, también por chat, como quien regatea el precio de la calidad que no puede comprar porque en su pretensión de ser escritor, apenas puede ser prosaico. Fermín no es un amigo, tenemos uno en común y eso le parece suficiente para pedirme atención y una caricia en el ego. Yo lo acaricié, le dije que sí, que lo leí, el relato y que estaba bien, que no importaba que hubiese más señales de texto edificante y aleccionador que de texto narrativo, que podía narrar después en otro relato, que le bajara la persiana al teclado, que así estaba bien con sus personajes diciendo cómo tiene que ser el mundo a pesar de que se movieran poco en él; auxiliados por todos esos gerundios de los verbos “ser”, “estar” y “hacer”.

No le dije que estuviera bien para recriminarle solapadamente que no pagara (me pagara) por un trabajo de edición, que era lo que él buscaba. Leí las dos primeras líneas de cada página alternando su ubicación en la hoja: al principio, en el medio, al final. Se lo dije porque no sabía qué responderle si me preguntaba por qué estaba mal como ejercicio narrativo, ¿qué iba a decirle?: “Pero, está bien como ejercicio terapéutico, puede ser sanador, la cura de algún conflicto emocional o sexual”. Qué iba a argumentarle cuando le dijera que no era un texto que usaba la lengua como herramienta, sino como adorno. No era literatura. Me pediría explicaciones.

Soy una lectora débil. Me contagio fácilmente, las lecturas influyen en mi modo de construir mi cotidianidad, de narrar mi rutina. Leer todo el texto de Fermín me hubiese inducido a cruzar la calle en saltos de puntitas con un par de vueltas bailando porque querría experimentar esa inversión de tiempo, cantar: “Este rayado, tan imperceptible son las líneas donde el caminante ebrio de andar, hace camino de poeta”. Mi lengua abrazando su lenguaje. No fue así, después de las líneas leídas en la pantalla del teléfono busqué rápidamente un libro en el piso, al lado de mi cama, estiré el brazo hacia abajo y doblé la muñeca, tomé el de Byung-Chul Han, lo lancé lejos, tanteé con otro del montón y mi mano pudo alcanzar el lomo de Triste Tigre de Neige Sinno. Releí las primeras páginas y sentí la inmunización; un truco para los débiles. Aunque también soy sádica, morbosa, puedo leer sin gusto, retarme a experimentar el miedo al contagio.

Hubiese preferido decirle que escribía mal, pero no podía, porque ¿qué es escribir mal?, ¿errores ortográficos, sintácticos, gramaticales?, ¿falta de información o contenido? Cómo decirle eso sin que pareciera una evaluación escolar o una revisión de redacción periodística. Para él, eso que me presentaba debía ser considerado literatura.

Podría decirle que la literatura es extraña, que apunta a la sensibilidad, ¿con qué?, con la punta de la lengua, que no dispara porque su objetivo es hacer temblar el cuerpo que sostiene la cabeza que se pregunta cómo una imagen así es posible, ¿qué?, imaginarla. Cómo lo imaginado en la virtualidad del pensamiento puede amedrentar la tangibilidad de lo real.

A un amigo podía decirle todas estas cosas sentados en el piso de la sala donde están los muebles que ocupan los gatos, sacando libros de los estantes de madera para apoyarnos, refutarnos, complementarnos en las palabras de otros. Un amigo que se sabe tal porque embala su ego, neutraliza la mediocridad y los clichés. “Sólo los escritores pueden hacer crítica a otros escritores”; en esa pasión por la homogeneización, la serialidad, en ese desprecio por la diferencia y el pensamiento aparecen las herramientas que necesitan los dictadores para construir lo real.

No podía decirle que en literatura eso es escribir mal, no porque yo necesitara la antipatía de la que se ufanan en los clústeres literarios, más bien porque como consejera soy bastante pusilánime. La opción: responder en el chat que la escritura no puede reducirse a una comparsa intelectual. Resaltar, citar, tachar en las líneas leídas las pruebas de su esfuerzo por exhibir su lucha con el narrador para dejarle claro que él, Fermín, era el autor, el sujeto interesante. No lo hice.

Pude haber tecleado algo así como que su escritura no tiene performance. Eso que llaman estilo, que no es más que un uso singular, un distanciamiento con lo convencional que a Fermín se le dificulta porque a él, en su rol de funcionario público, le toca escribir para explicar, ser comprensible, someterse a los datos, informar, ¿pensar?, ¿imaginar?

Érase una vez que conversamos en un café que vendía cervezas, intentamos ser amigos. Eran días calurosos, yo vestía una franelilla blanca, falda corta negra, del mismo color las medias largas con relieves geométricos y botas amarillas. Bebía la cerveza directamente de la botella. Mis uñas rojas resaltaban, eran cortas, siempre lo han sido, pero en esa botella hacían un contraste fauvista, quise decirlo, interrumpir su discurso de escritor autoproclamado con mi brazo elevado sosteniendo la botella, mantener esa posición y hablarle de una pintura, no lo dije. “No eres tú, soy yo”. Escuchó y paró. Frunció el ceño, invocó un silencio ansioso que yo aprobaba con los labios apretados, los ojos explayados y un brazo levantado que ya no pedía la palabra. Él llenaba el vaso transparente, casi limpio, que el mesero le había traído para beber su cerveza con hielo, aproveché ese movimiento conciliador para bajar mi brazo y beber. “Yo tengo la idea, pero no tengo las palabras”, soltó con un tono acerado para reprocharme mi juguetonería sin ser explícito. Yo también solté; una carcajada visceral, entrañable que ascendía desde el vientre y me llegó hasta la nariz para derramar el trago que le había lanzado a mi garganta; mis fosas nasales lloraban de risa, con la servilleta intenté no dejar rastro, quise respetar la autonomía de su adocenamiento aunque él no respetara mi juego de improvisación e ingenuidad infantil. Fermín no quería reír ni ser ingenuo, solo quería explicar las metáforas mientras yo insistía en las imágenes. Paré de reír con un dejo de compasión. Él tiene que destruir eso, pensé bebiendo con la botella empinada en línea recta; ocultando mi nuca con la cabeza inclinada hacia atrás, porfiaba en esa postura para escurrir el último chorrito de espuma. Él estiró su brazo para tomar mi mano con la suya, ambos sujetamos la botella, era su antorcha, lo hizo con fuerza para mostrar su enojo, ¿con quién?, ¿conmigo?, ¿con su escritura convencional intentando con desgarro parecer irreverente? Brazadas de ahogado, y el lector no puede salvarlo porque entre ambos hay una brecha sin puente, sin herramientas que él no pudo ofrecer. (Desde la orilla, otros lo animan para que se salve solo.)

Cerré el archivo sin eliminarlo del teléfono, borré las líneas sobre forma y contenido que había escrito para explicarle el truco, repetí en el teclado: “Está bien”. Me agradeció con una palabra y dos emojis.

Xenia Guerra

Licenciada y magíster en Letras por la Universidad de Los Andes en Venezuela. Profesora universitaria de la misma casa de estudios. Investigadora en el ámbito literario con enfoque en filosofía política y el arte.

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