“La contratación estatal en Colombia es un saqueo legalizado, donde las leyes son papel higiénico y el SECOP es la cortina para tapar el robo.”
Pese a los discursos oficiales sobre transparencia y eficiencia, la contratación pública en Colombia transita por un sendero marcado por la opacidad, la captura institucional y la sistemática desfiguración de los principios rectores definidos en el artículo 23 de la Ley 80 de 1993: transparencia, economía, responsabilidad, selección objetiva. El Sistema Electrónico para la Contratación Pública –SECOP I y II–, exaltado como la piedra angular de la modernización contractual a partir del Decreto 4170 de 2011 que creó Colombia Compra Eficiente, se ha convertido en un costoso espejismo digital que en nada corrige la perversión estructural del gasto público.
El Decreto 1082 de 2015, compilador de la regulación de contratación estatal, consolidó la obligatoriedad de utilizar el SECOP como plataforma de publicidad y gestión contractual, pero la experiencia demuestra que ni la normativa ni la tecnología resuelven la endogamia de intereses que caracterizan el proceso. SECOP I se convirtió en una bodega de PDFs dispersos que atomizan la información e impiden la trazabilidad real de los contratos, mientras SECOP II, lejos de articular un ecosistema de contratación electrónica integral, impone barreras tecnológicas que excluyen a miles de pequeños proponentes. La idea de “end to end” terminó reducida a un menú de formularios rígidos que en muchos casos son formalismos inútiles para la lucha contra la corrupción.
El artículo 2 de la Ley 1150 de 2007 reiteró que los procedimientos de selección deben propender por la selección objetiva del contratista. No obstante, la discrecionalidad en la elaboración de pliegos de condiciones –que según la Ley 1882 de 2018 deberían estandarizarse mediante los pliegos tipo– sigue siendo el terreno predilecto de la manipulación. En la práctica, la inclusión de requisitos accesorios y criterios diferenciales ad hoc permite direccionar la adjudicación con una apariencia de legalidad que ninguna plataforma tecnológica logra desmontar.
El abuso de la contratación directa es otro síntoma de la erosión institucional. La urgencia manifiesta, regulada en el artículo 42 de la Ley 80 y desarrollada en los artículos 2.2.1.2.1.4.5 y siguientes del Decreto 1082, se instrumentaliza como salvoconducto para asignar contratos multimillonarios sin licitación ni competencia real. El principio de planeación contractual, que debería garantizar la previsibilidad y el análisis de riesgos, se sacrifica sistemáticamente en aras de la inmediatez amañada.
La debilidad del control fiscal y disciplinario refuerza el ciclo de impunidad. La Contraloría General de la República emite alertas tempranas que en muchos casos se diluyen en recomendaciones no vinculantes, mientras la Procuraduría General de la Nación mantiene procesos disciplinarios que tardan años en resolverse y cuyo desenlace raramente implica sanciones proporcionales al daño patrimonial. Es un sistema que convierte la vigilancia en un ritual burocrático incapaz de disuadir a quienes, con perfecta impunidad, transforman el erario en un patrimonio privado.
Colombia Compra Eficiente, creada bajo la promesa de centralizar, agregar demanda y profesionalizar la compra pública, se ha revelado como una estructura que acumula manuales, lineamientos y glosarios pero no logra romper el cerco del clientelismo. Las Tiendas Virtuales del Estado, promocionadas en la Circular Externa 05 de 2020, consolidan mercados cerrados donde se concentran pocos proveedores con el músculo financiero y jurídico para soportar un ecosistema de trámites laberínticos. Al final, el Estado sigue comprando caro, mal y a los mismos de siempre.
El origen de este fracaso no es sólo técnico ni exclusivamente jurídico. Es político. La captura de los procesos de contratación responde a una cultura patrimonialista que instrumentaliza la norma, el procedimiento y hasta la retórica de la “transparencia” para perpetuar las redes de intermediación. Por eso el SECOP –ya sea I, II o un eventual III– no será más que otro monumento de la burocracia digital mientras no exista voluntad de transformar la arquitectura de incentivos que facilita la corrupción.
Resulta imprescindible reconfigurar el modelo de compra pública con mecanismos de trazabilidad que no dependan de la buena fe del operador contractual. Tecnologías disruptivas como blockchain podrían garantizar integridad documental e inalterabilidad de la información, pero su adopción requiere algo que la clase dirigente parece incapaz de ofrecer: voluntad política auténtica.
La contratación estatal es hoy el espejo más nítido de la decadencia institucional. Ningún país puede pretender legitimidad democrática si su presupuesto es permanentemente capturado por intereses particulares que se parapetan tras decretos, resoluciones y plataformas que, en esencia, sólo reproducen un sistema diseñado para mantener el statu quo. Mientras el control disciplinario y fiscal siga siendo un espectáculo mediático sin consecuencias, la contratación pública seguirá siendo la tragicomedia donde todos pierden menos los que siempre ganan.
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