El Cerebro del Imprudente

La imprudencia se parece a un caballo desbocado, el cual galopa sin mirar atrás, arrastra todo a su paso y, cuando al fin se detiene, a menudo ya es tarde. Ha cruzado límites, ha roto cercas, ha hecho daño. A veces sin querer, a veces sin saber. Pero siempre con consecuencias. El imprudente actúa a veces por simplemente opinar, por carecer de filtros o sencillamente por imbecilidad.


Actuar sin pensar. Decir sin medir. Decidir sin calcular. Todos, en algún momento, hemos sentido esa estampida interna. Un impulso que nos empuja a reaccionar sin pausa, a elegir el riesgo, a lanzarnos sin red. En ocasiones, la exclamación del imprudente puede tener consecuencias devastadoras. Y si bien a veces esa osadía nos salva del miedo paralizante, otras veces nos hunde en el precio de lo irremediable.

Porque la imprudencia no solo se paga con huesos rotos o multas de tránsito. Se paga también con amistades que no vuelven, con amores que se quiebran, con trabajos perdidos, con reputaciones manchadas. Se cobra acuerdos políticos, proyectos truncos, sociedades rotas. Y lo más trágico es que muchas veces la factura llega cuando ya no hay forma de devolver el tiempo atrás.

Pero ¿de dónde viene esa fuerza que nos arrastra sin permiso?

La neurociencia empieza a darnos pistas para entender cómo funciona el cerebro del imprudente. La corteza prefrontal (algo así como nuestra sala de control ejecutivo) se encarga de analizar, planear, inhibir. Es la que nos dice: “aguanta, espera, piensa, evalúa”. Pero frente al poder del sistema límbico, el encargado de las emociones, y del sistema de recompensa, que grita “¡hazlo, ya!”, a veces la razón simplemente suelta las riendas.

Así, cuando la amígdala falla en detectar el peligro, o cuando la dopamina inunda nuestras decisiones con la promesa de una recompensa inmediata, el juicio se nubla. La prudencia se vuelve una voz lejana. Y entonces ocurre: ese mensaje enviado en un arrebato, ese acuerdo roto por orgullo, ese paso que nunca debimos dar.

Este fenómeno es especialmente evidente en adolescentes, cuyos cerebros aún están en desarrollo. La región prefrontal madura lentamente, mientras que el sistema emocional ya funciona a toda marcha. Pero no solo los jóvenes: también personas con lesiones cerebrales, enfermedades psiquiátricas o bajo estados de estrés extremo pueden caer en conductas imprudentes sin plena conciencia de ello.

Y, sin embargo, no hace falta estar enfermo ni ser joven para actuar imprudentemente. Basta con ser humano. Basta un instante de impulso, una emoción mal gestionada, un contexto mal leído. Actuando con prejuicios, escuchando mal… esto último que muchos carecemos: escuchar, analizar antes de juzgar.

Por ejemplo, en la política, que está llena de ejemplos: declaraciones que incendian alianzas, decisiones sin cálculo que hunden campañas o fracturan países. En lo personal, todos conocemos historias de relaciones que naufragaron por una reacción intempestiva, por un “no lo pensé”, por un “me dejé llevar”.

¿Estamos condenados? No. La clave está en reconocer esta fragilidad, no para excusarla, sino para prevenirla. Para evitar —como decimos en Colombia— meter los guayos.  Entrenar el cerebro, como se entrena un músculo. Cultivar la pausa. Respirar antes de responder. Crear entornos que no premien solo la velocidad, sino también la reflexión. Antes de hablar, debemos utilizar nuestro propio filtro. Si carecemos de él, desarrollarlo o buscar terapia y ayuda emocional. No podemos quebrar las relaciones humanas por un acto de imprudencia.

Porque sí, todos llevamos dentro un caballo salvaje. Pero también tenemos la capacidad de aprender a montarlo, a domarlo, a dejar que nos lleve lejos… sin perder el control.

Y quizá, en ese acto —el de elegir la razón sin negar la emoción—, esté el verdadero coraje.

 

Luis Rafael Moscote-Salazar

Medico Neurocirujano
Consejo Latinoamericano de Neurointensivismo (CLaNi), Colombia
neuroclani.org

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