¿Asamblea constituyente o atajo político?. una propuesta que divide a Colombia

En las últimas semanas, el presidente Gustavo Petro ha agitado el panorama político nacional con su reiterada intención de convocar una Asamblea Nacional Constituyente. El anuncio de que entregará una “papeleta” en las elecciones legislativas de 2026 para tal fin ha encendido las alarmas en los círculos institucionales, académicos, jurídicos y ciudadanos. ¿Estamos frente a una necesidad real de reforma constitucional o ante un intento de forzar un viraje político por fuera del marco legal?

La figura de la Asamblea Nacional Constituyente está contemplada en la Constitución de 1991 como un mecanismo excepcional para reformar la Carta Magna. El artículo 374 es claro: cualquier convocatoria debe pasar, en primer lugar, por el Congreso de la República, con una ley que defina el número de integrantes, el sistema de elección, los temas, y que posteriormente sea revisada por la Corte Constitucional. Nada más ni nada menos que el respeto por los pesos y contrapesos, fundamento de toda democracia.

La propuesta presidencial, sin embargo, pretende evadir estos canales institucionales. La idea de una “papeleta” entregada directamente al pueblo sin la intermediación del Congreso se ha interpretado, con razón, como un intento de reanimar la vieja estrategia de la “octava papeleta” de 1991, pero sin el marco jurídico que entonces se justificaba por la existencia de un estado de sitio y una validación judicial extraordinaria. Hoy, la Constitución tiene reglas claras, y deben respetarse.

Las reacciones no se han hecho esperar. Desde los presidentes del Congreso, hasta expresidentes de las altas cortes y reconocidos constitucionalistas, todos han advertido sobre la inviabilidad jurídica y el riesgo institucional que implica este atajo. Incluso figuras cercanas al Gobierno han expresado confusión o rechazo. ¿De verdad se pretende convocar una Constituyente por vía de una papeleta no autorizada legalmente? ¿No es esto, acaso, un desconocimiento de la separación de poderes y del orden constitucional vigente?

El ministro Montealegre y otros defensores de esta iniciativa alegan que existe un “bloqueo institucional” que impide avanzar en las reformas sociales del Gobierno. Pero ese argumento, lejos de justificar una Constituyente, refleja una profunda incomodidad con el control democrático. ¿Acaso el Congreso, al modificar o rechazar reformas, no está cumpliendo su función deliberativa? ¿No fue elegido democráticamente?

A esto se suma la preocupación de que esta Constituyente pueda ser la vía para fines políticos de más largo aliento, como permitir una eventual reelección del presidente, eliminar contrapesos o cambiar la estructura del poder judicial. No es descabellado pensarlo: varios miembros del Pacto Histórico ya han expresado, entre líneas, la posibilidad de extender el mandato presidencial a través de este mecanismo.

También llama la atención que el presidente, durante su campaña, se comprometió explícitamente a no convocar una Constituyente. Ahora, incumple esa promesa en medio de una creciente polarización, desconfianza institucional y con un Congreso que, incluso con sus diferencias, ha aprobado varias de sus reformas.

Frente a este panorama, el país debe tomar posición. No se trata de ser opositor por sistema, sino de entender que las reglas de juego democrático no pueden cambiarse a la fuerza ni al vaivén de intereses personales o ideológicos. La Constitución del 91 no es perfecta, pero su reforma exige un consenso nacional, no imposiciones unilaterales.

Una Asamblea Constituyente no es un comodín político ni una cortina de humo para tapar errores de gobierno. Es una herramienta delicada que, de usarse mal, puede desatar una crisis institucional y llevar al país por el camino del autoritarismo.

Colombia merece reformas, sí. Pero también merece que se hagan con respeto por la ley, por las instituciones, y por la voluntad de todos los ciudadanos. Una Constituyente sin Congreso, sin reglas claras y sin legitimidad es, simple y llanamente, inviable. Y más aún: es peligrosa.

Luis Carlos Gaviria Echavarría

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