«La opinión pública liberal no unió a los pueblos hispanoamericanos: los desarraigó, los dividió y los privó de un sentido propio».
Desde las revoluciones liberales del siglo XVIII, la opinión pública se ha erigido como uno de los pilares normativos de la democracia moderna. A través de ella se expresa la voluntad ciudadana, se legitiman decisiones y se construyen consensos. No obstante, este concepto, nacido del racionalismo ilustrado y de la ruptura con el orden tradicional, ha sido importado y naturalizado en contextos ajenos a su génesis cultural. En Hispanoamérica, la adopción del modelo liberal de opinión pública no fue el resultado de un desarrollo orgánico propio, sino una imposición ideológica derivada de la independencia y de la disolución de la Monarquía Católica. Este trasplante institucional y simbólico ha tenido consecuencias profundas: el debilitamiento de los Estados, la fragmentación social y la desarticulación del principio de autoridad.
Este artículo propone una lectura crítica, desde el realismo político tradicionalista-católico, del concepto moderno de opinión pública, para mostrar cómo su imposición ha disgregado la unidad espiritual y política de las naciones hispánicas.
El concepto liberal de opinión pública está cimentado en una antropología individualista: el sujeto racional moderno se presenta como autónomo, libre y capaz de deliberar sobre lo común desde su perspectiva subjetiva. Esta visión contrasta radicalmente con la concepción tradicional de la comunidad política hispánica, de raíz tomista y teólogico-política, en la cual el hombre es un ser social orientado al bien común y subordinado a un orden moral objetivo. En la tradición hispánica, el orden político no surge del pacto entre individuos soberanos, sino de la continuidad histórica de cuerpos intermedios, autoridades jerárquicas y principios religiosos comunes. La opinión pública no tenía un carácter deliberativo liberal, sino que se expresaba a través de los usos, costumbres, y del sensus fidelium enraizado en la Cristiandad.
El modelo liberal despoja al orden político de su trascendencia y transforma la autoridad en mera administración del consentimiento, lo que lleva a la disolución del principio de verdad en el espacio público. Como denunció Juan Donoso Cortés, en el liberalismo «todas las opiniones son igualmente respetables», lo que equivale a declarar que ninguna lo es realmente.
La ruptura con la metrópoli y la implantación del modelo republicano-liberal derivaron en una desarticulación profunda del tejido político, económico y espiritual de Hispanoamérica. La opinión pública, en vez de fortalecer la deliberación común, ha servido para institucionalizar el conflicto, multiplicar las ideologías e instalar la lógica de la confrontación permanente. La república liberal, sostenida en el mito de la soberanía popular y la opinión fluctuante, ha generado regímenes frágiles, carentes de estabilidad y de dirección moral. A diferencia de la Monarquía Católica, que articulaba los reinos en una unidad espiritual orientada a un fin superior, los Estados republicanos modernos se han configurado como agregados burocráticos sin alma ni telos.
Económicamente, esto se traduce en una dependencia estructural, en la imposibilidad de generar proyectos nacionales integradores, y en la constante crisis de representación. La opinión pública liberal ha operado como herramienta de legitimación de agendas impuestas por elites extranjeras o locales desarraigadas.
Hoy, la opinión pública está completamente mediatizada por intereses globales, plataformas digitales y narrativas ideológicas ajenas a las tradiciones hispánicas. Las grandes corporaciones tecnológicas, los lobbies ideológicos y los medios masivos han vaciado de contenido real el espacio público.
La «opinión pública» ya no es la expresión de un juicio común, sino el resultado de algoritmos, campañas emocionales y estrategias de manipulación. Lo que se presenta como voluntad popular muchas veces no es más que la voluntad de los ingenieros sociales que controlan los marcos del discurso. Como señala Philippe Braud, en muchos regímenes actuales la opinión pública funciona como un dispositivo simbólico de legitimación, no como un actor real. Se invoca al «pueblo» pero se gobierna desde estructuras técnicas o extranjeras. El resultado es un vaciamiento de la soberanía nacional y de la agencia política verdadera.
Frente a este panorama, es urgente recuperar una visión tradicional del orden político. La opinión pública debe dejar de ser el único fundamento de la legitimidad y volver a subordinarse al principio del bien común y de la verdad objetiva. No toda opinión es válida, y no todo juicio es políticamente relevante. La restauración del orden político exige revalorizar la verdad como criterio de lo político, articular una comunidad basada en fines trascendentes y recuperar la continuidad histórica de la nación hispánica. Pensadores como Vázquez de Mella, Elías de Tejada y Donoso Cortés ofrecen claves para un nuevo modelo de acción: no una democracia de masas y deseos, sino una política de la verdad y del deber.
En lugar de una opinión pública fluctuante, urge reconstruir una esfera pública orgánica, enraizada en la historia, la fe y el orden natural. Solo así se podrá restaurar la soberanía, la justicia y la unidad de los pueblos hispanoamericanos.
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