“No son cifras. Son mochilas con sangre, peluches cubiertos de polvo, vidas que ya no serán”
Otra vez Gaza. Otra vez los cuerpos. Otra vez los niños.
¿Hasta cuándo?
El jueves, más de 70 personas murieron bajo el fuego. No desaparecieron en un campo de batalla: fueron arrancadas de sus casas, de sus camas, de sus juegos interrumpidos por bombas. Murieron mientras huían de la muerte, como si eso se pudiera. Y murieron sabiendo – aunque no lo supieran con palabras – que el mundo no iba a hacer nada.
Los hospitales no dan abasto. Las madres lloran con las manos vacías. Y el mundo, ese mundo que se autoproclama civilizado, mira hacia otro lado. O peor: calcula estrategias, mide daños colaterales, justifica masacres con tecnicismos diplomáticos. Lo llaman “conflicto”, como si los muertos no fueran una certeza. Como si fueran accidentes, y no decisiones.
El conflicto entre Israel e Irán ha encendido una mecha que hace de Gaza un cementerio sin tumbas. Las bombas caen sobre quienes ya no tienen dónde esconderse. Las cifras oficiales hablan de decenas, pero detrás de cada número hay un nombre que nunca conoceremos. Un peluche cubierto de polvo. Una mochila ensangrentada. Una familia que ya no es.
¿Dónde están los que dicen defender la vida? ¿Qué libertad es esta que se construye sobre cadáveres de niños?
La ONU lo dice con crudeza: hambre extrema, colapso sanitario, desplazamientos forzados. Pero los tanques siguen avanzando y los misiles siguen silbando en la noche.
¿Qué sentido tiene la política si no puede detener esto? ¿De qué sirven las cancillerías, los embajadores, las cumbres, si no se alzan por quienes agonizan sin agua y sin pan?
Gaza está muriendo. Y con ella muere algo en todos nosotros.
Muere la capacidad de conmovernos.
Muere el lenguaje: ya no alcanzan las palabras.
Muere la esperanza de que algún día los poderosos dejarán de jugar a la guerra con sangre ajena.
Nos hemos acostumbrado a ver escombros con piernas.
Nos han entrenado a pensar en víctimas como daños inevitables.
Pero los muertos de Gaza no son inevitables. Son el producto directo de una maquinaria que prefiere negociar armas antes que paz. Son los hijos de una humanidad que dejó de serlo.
Y si no lloramos ahora – no con tibieza, sino con furia -, ¿cuándo?
¿Quién será el último niño que muera antes de que entendamos que esta masacre no tiene justificación posible? ¿Qué cuerpo tendrá que aparecer en las noticias para que nos movilicemos? ¿O acaso creemos que la distancia geográfica también nos exime del dolor?
Gaza no necesita discursos. Gaza necesita que la abracemos con los dientes apretados. Que gritemos por ella. Que no dejemos pasar ni un día más sin decir que esto —esto que está pasando ahora mismo— es inadmisible.
Criminal. Atroz. Imperdonable.
Y cuando todo esto pase, cuando los misiles callen y el polvo baje, alguien tendrá que mirar a los ojos de los sobrevivientes. Y tendrá que explicarles por qué el mundo dejó que todo ardiera. Por qué nadie frenó la lluvia de fuego. Por qué los dejaron solos. Y ese alguien no podrá decir: “no sabíamos”.
Porque sabíamos.
Y no hicimos nada.
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