En un rincón de Massachusetts, a mediados del siglo XIX, Henry David Thoreau escribía: “Si un hombre no marcha al paso de sus compañeros, quizá sea porque escucha un tambor diferente”. Esta frase, lejos de ser una simple metáfora, encapsula una filosofía que trasciende épocas y fronteras, llegando hasta las entrañas de nuestra democracia local en Itagüí.
Como concejal de oposición en un municipio donde un mismo proyecto político ha dominado por más de tres lustros, encuentro en Thoreau un espejo filosófico de mi propia realidad. El autor de “Desobediencia Civil” pasó una noche en prisión por negarse a pagar impuestos que financiaban la guerra contra México y el sistema esclavista. Su acto no fue mera rebeldía, sino la manifestación física de una convicción profunda: la conciencia individual debe prevalecer sobre la conformidad colectiva cuando esta última se desvía de la justicia.
En los pasillos del Concejo Municipal, donde las mayorías mecánicas aprueban sin cuestionamiento las iniciativas oficialistas, resuena el eco de otra máxima thoreaviana: “Debe uno ser hombre primero, y ciudadano después”. Cuando levanto mi voz solitaria contra proyectos que considero perjudiciales para nuestra comunidad, no lo hago desde la obstinación caprichosa, sino desde la convicción de que la verdadera lealtad no se debe al poder de turno, sino a los principios y a los ciudadanos que confiaron en mi criterio.
El sistema democrático, paradójicamente, requiere de estos puntos de resistencia para mantenerse saludable. Como el propio Thoreau, que se retiró a los bosques de Walden para demostrar que era posible vivir de manera sencilla y autosufriente, la oposición política evidencia que existen alternativas al pensamiento dominante. Mi posición minoritaria en un concejo abrumadoramente oficialista no es una debilidad, sino una tribuna privilegiada desde la cual cuestionar lo que la mayoría da por sentado.
Hace poco, cuando me opuse al nuevo plan de ordenamiento territorial que favorece intereses inmobiliarios sobre espacios públicos, experimenté lo que Thoreau llamaría “la fricción de las máquinas”. Las miradas de desaprobación, los intentos de silenciamiento, la soledad del voto negativo frente a una cascada de aprobaciones. Sin embargo, en esa soledad radica también una fuerza moral que, como la gota que perfora la piedra, puede eventualmente transformar realidades que parecían inmutables.
Thoreau nos enseñó que “cuando una persona retira su apoyo a algo injusto, le quita un trozo de poder”. Cada debate en que exponemos inconsistencias, cada votación en que dejamos constancia de nuestra disidencia, cada denuncia ciudadana que amplificamos desde nuestra curul, erosiona los cimientos de ese proyecto político que ha confundido longevidad con infalibilidad.
La oposición política genuina no es destructiva por naturaleza; es reconstructiva. Como Thoreau no pretendía abolir el gobierno sino mejorarlo (“No pido que no haya gobierno, sino un mejor gobierno”), quienes ejercemos la oposición no buscamos el caos sino la corrección del rumbo. No anhelamos el poder por el poder mismo, sino la posibilidad de implementar visiones alternativas que consideramos más justas y beneficiosas para nuestra comunidad.
En estos tiempos donde el disenso genuino se confunde con obstruccionismo, donde la lealtad ciega se premia más que el pensamiento crítico, donde la discrepancia se etiqueta como traición, recordar a Thoreau es un acto de resistencia intelectual. “La masa de hombres sirve al Estado no como hombres sino como máquinas”, advertía el filósofo. En Itagüí, como en tantos rincones de nuestra geografía política, necesitamos más seres humanos y menos máquinas de votación automática.
Mi compromiso como concejal de oposición, inspirado en este legado de independencia moral, no es simplemente estar en contra, sino estar a favor de principios fundamentales que trascienden las conveniencias políticas momentáneas. Como Thoreau, que se enfrentó solo a un sistema que consideraba injusto, seguiré levantando mi voz aunque esté rodeado de un coro monocorde, porque como él bien sabía, “una minoría es impotente mientras se conforma con la mayoría… pero es irresistible cuando se mantiene firme con toda su fuerza”.
La soledad política no es una condena sino una oportunidad: la de demostrar que incluso una voz aislada, cuando resuena con la fuerza de la convicción y la verdad, puede eventualmente transformarse en el clamor de muchos. Thoreau lo entendió en su cabaña junto al lago Walden; nosotros debemos entenderlo en cada sesión del Concejo Municipal donde defendemos lo que creemos justo, aunque estemos solos contra todos.
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