En Colombia, hay un deporte nacional que no requiere balón ni cancha: legislar sobre lo que ocurre en las calles. Mientras la Corte Constitucional y el Congreso han avanzado conforme a la ley y las sentencias sobre los derechos fundamentales y políticas públicas que deben proteger a los vendedores ambulantes, a contrario sensu, la secretaria de seguridad y justicia de Cali; junto con operativos de la Policía, dictan las nuevas reglas de lo que se debe hacer y no se debe hacer con los vendedores ambulantes.
Los vendedores ambulantes, esos personajes que pintan de informalidad nuestras ciudades, están atrapados en un laberinto donde las leyes prometen amparo, pero la realidad ofrece desalojo y restricciones a su trabajo. Esto que debería ser un ejercicio de equilibrio jurídico, se ha convertido en un acto de malabarismo con los derechos fundamentales al mínimo vital, a la confianza legitima y la convivencia armónica en el espacio público.
La Ley 1988 de 2019 y sentencias como la T-083 de 2024 (Plan Jarillón) pintan un Estado protector: garantizan dignidad, mínimo vital y alternativas de reubicación. Pero el alcalde Éder, en su afán de recuperar espacios públicos, parece que solo pisó un andén a la hora de pedir el voto a los vendares ambulantes que confiaron en una administración que acortaría según él, la brecha de desigualdad. Para el alcalde Éder la prioridad es otra; como multas, decomiso de mercancías y desalojos sin aviso y dialogo previo. Es la norma que se impone desde la administración Distrital actual, así lo ha dejado ver desde el año pasado en la Ciudad de Cali, por ello, vale recordar, que en horas de la madrugada el 7 y 8 de diciembre del 2024 entró de manera represiva y a ultranza al centro de la Ciudad, como si esta fuera la zona franca de los negocios de su familia, por lo que hoy los vendedores informales se preguntan: ¿Dónde quedó aquel Estado que juró proteger a los “especialmente vulnerables”?
La Corte Constitucional señala que los vendedores ambulantes no “ocupan” el espacio público, he insiste, en un giro digno, que tienen “confianza legítima” para no ser desalojados. “El principio de confianza legítima es una protección que el Estado otorga a los vendedores informales que han desarrollado su actividad comercial de manera prolongada, continúa y permanente”. Si el Estado toleró por años su presencia, ¿no es cómplice de crear esa confianza? Ahora, bajo la nueva administración del alcalde Éder, esa confianza se esfuma más rápido que un puesto de empanadas en hora pico.
La ley anteriormente mencionada se refiere a los censos, capacitación y acuerdos con los afectados. Suena a plan perfecto, pero en la práctica, muchos vendedores siguen esperando esa “alternativa laboral digna”. El caso del Plan Jarillón en Cali es emblemático: la Corte ordenó reubicar, pero cuántos han sido realmente integrados al mercado formal, sin datos claros, las políticas públicas no avanzan con soluciones efectivas.
En este mismo sentido, es importante resaltar que el abuso disfrazado de autoridad se presenta cuando un agente de policía destruye una carreta de frutas sin proceso administrativo, no solo viola la ley (artículo 34 de la Ley 1015 de 2006), sino que convierte el espacio público en un campo de batalla. El mensaje es claro: el orden urbano se impone, incluso si eso significa pisotear derechos. Y mientras, el delito de “abuso de autoridad” suena a letra muerta en un país donde la impunidad es casi tradición.
El espacio público no es solo un lugar para transitar: es el escenario donde se juega la dignidad de miles. Si el Estado y en particular la administración del alcalde Éder insiste en ver a los vendedores informales como un estorbo, y no como un síntoma de desigualdad, seguiremos legislando desde el escritorio mientras las calles arden. Al fin y al cabo, como dice el refrán: “Ley que no se cumple, es letra que no entiende de realidad”
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