De Silicon Valley al Consejo de Seguridad: el algoritmo bélico y el colapso del multilateralismo

No más generales con medallas, ni discursos patrióticos a lo Churchill. Las guerras del siglo XXI ya no las libran los Estados ni los soldados… sino las corporaciones tecnológicas. Operan desde oficinas con aire acondicionado, logos minimalistas y eslóganes filantrópicos. El campo de batalla ya no está en Siria, Ucrania o Gaza: está en la nube. Las bombas ahora tienen código fuente. Y los misiles, API de integración.

Quién lo diría: el Silicon Valley de los hippies libertarios terminó convertido en el Pentágono versión 2.0.
Bienvenidos a la era del capitalismo bélico digital.

Pero empecemos por los hechos. Solo en 2023, Lockheed Martin —sí, esa empresa que suena más a videojuego que a fábrica de muerte— facturó más de $67 mil millones de dólares. Y no está sola: Raytheon, Northrop Grumman, BAE Systems, Elbit Systems, Boeing Defense y otras gigantes también se reparten el pastel, mientras los civiles se reparten los escombros. Pero el asunto no queda en los misiles. La novedad no es que vendan armas, sino que ahora venden inteligencia artificial, algoritmos de reconocimiento facial, softwares de predicción de amenazas, plataformas de ciberespionaje y drones autónomos.

¡La guerra ya no se gana con músculo, sino con código binario!

¿Y saben quién está feliz con eso? Pues claro, los amos del universo: Amazon Web Services (AWS), que provee servidores para el ejército estadounidense; Palantir Technologies, que vende “inteligencia predictiva” para operaciones militares (y que no predijo, por ejemplo, la invasión rusa a Ucrania… ¡vaya coincidencia!); o Microsoft, que firmó en 2021 un contrato de $21.900 millones con el Pentágono para desarrollar visores de realidad aumentada tipo Halo para los soldados.

¡De la Xbox al campo de batalla, sin escalas!

Aquí no hay patrias, ni himnos, ni héroes. Solo contratos, subsidios estatales y un apetito voraz por convertir la guerra en una industria sin ética ni fronteras. ¿Quién decide cuándo empieza una guerra? ¿Quién gana cuando termina? Las respuestas son tan predecibles como incómodas: las empresas privadas que presionan, financian campañas políticas y dictan agendas diplomáticas desde lujosos escritorios. Hoy, matar no es un acto geopolítico… es un modelo de negocio.

¿Y los gobiernos? Bien, gracias. Estados que se llenan la boca hablando de democracia, pero que tercerizan sus guerras como si contrataran el catering para una boda. Estados que usan contratistas militares privados, tipo Blackwater (ahora Academi), para hacer el trabajo sucio sin dejar huellas ni asumir costos políticos. Les suena familiar: Irak, Afganistán, Libia… En cada conflicto hay una empresa que gana sin arriesgar.

¡Porque claro, el capitalismo encontró en la guerra su mejor algoritmo de rentabilidad!

Y no se nos olvide la joya de la corona: los drones. Esos simpáticos artefactos que antes se usaban para selfies en bodas, ahora bombardean ciudades. Según Drone Wars UK, al menos 102 países ya poseen drones militares, y más de 30 los han usado en combate. El mercado global superó los $12.000 millones en 2023 y se proyecta que alcance los $30.000 millones en 2030. ¿Y qué hay detrás de cada dron? Un logo: DJI, General Atomics, Elbit… y claro, una transacción bancaria.

¡Boom… y gracias por su compra!

Pero nada de esto podría operar sin la bendición tácita de los organismos internacionales, esos entes que deberían garantizar la paz, pero que hoy parecen más una junta de accionistas impotentes. La ONU, por ejemplo, lleva años discutiendo en Ginebra un tratado sobre armas autónomas letales… sin aprobar nada concreto. El Consejo de Seguridad sigue atado a los intereses de cinco países con poder de veto —los mismos que son fabricantes o compradores clave de estas tecnologías.

¡Bienvenidos a la farsa multilateral!

Porque mientras las tech-empresas programan misiles, los organismos multilaterales no logran ni programar una resolución decente. ¿Y qué dice la OEA? ¿Y el FMI? Bien calladitos. Como si la guerra no afectara también la economía, la migración, el hambre, los derechos humanos. Las guerras tecnológicas son el nuevo negocio global… y los organismos multilaterales, en el mejor de los casos, son espectadores privilegiados. En el peor, cómplices por omisión.

¿Acaso todo está perdido? No. Pero hay que actuar.

Primero, urge una regulación internacional con dientes que prohíba el uso de armas autónomas letales sin control humano directo. Que ningún dron, ningún algoritmo, decida sobre una vida humana sin supervisión ética.

Segundo, se debe exigir la creación de un registro global de contratos militares tecnológicos, abierto al público, para garantizar transparencia y evitar que las decisiones de guerra se tomen en salas de junta.

Tercero, hay que presionar a los gobiernos para que desvinculen los subsidios públicos del complejo militar-industrial, y redirijan esos recursos a tecnologías con fines sociales: salud, educación, medio ambiente.

Cuarto, urge la reforma profunda del sistema multilateral, empezando por democratizar el Consejo de Seguridad de la ONU, eliminar el poder de veto y sancionar a los países que bloqueen resoluciones en función de sus intereses armamentistas.

Y quinto, promover la creación de un tribunal internacional para crímenes tecnológicos de guerra, que investigue y sancione el uso abusivo de inteligencia artificial y drones en conflictos armados.

También es hora de que los ciudadanos salgamos del piloto automático digital. No basta con dar likes. Hay que exigir cuentas, apoyar investigaciones independientes, formar parte de movimientos civiles que cuestionen esta lógica perversa. Porque la próxima guerra no será declarada por un presidente. Será ejecutada por un código… y transmitida en vivo por YouTube, con patrocinio incluido.

Entonces sí, las guerras ya no las hacen los Estados.
Las hacen hombres con camisetas negras, desde salas llenas de pantallas, tomando café orgánico…

Y mientras nosotros miramos hacia otro lado, ellos siguen vendiendo armas con sonrisa de startup.

Daniela Tatiana Navarro Jaramillo

Soy comunicadora social y periodista, comprometida con el análisis crítico y veraz de los hechos políticos. Mi pasión por la comunicación escrita me impulsa a ofrecer perspectivas fundamentadas que invitan al debate y a la reflexión en cada tema abordado.

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