
Vivimos en una época en la que nos han convencido de que ser feliz es estar cómodo, no tener problemas y satisfacer cada deseo. Que, si tienes más cosas, serás más feliz. Que, si tienes menos deseos, también. Pero ¿y si ninguna de esas dos promesas fuera cierta?
Alejandro Magno y Diógenes discutían sobre esto hace siglos. Uno lo tenía todo y quería más. El otro no tenía nada y no quería nada. Y, aun así, ninguno encontró una respuesta completa. Porque no se trata de acumular ni de renunciar. Se trata de entender qué deseas, por qué lo deseas y si ese deseo te construye o te destruye.
La felicidad no está en el resultado, está en la decisión. No es una meta, es una actitud. Como decía Marco Aurelio, no depende de lo que pasa, sino de cómo decides enfrentarlo. Felicidad es poder decir “esto sí” o “esto no”, desde tus valores, desde tu convicción. Y eso solo lo puedes hacer si eres libre.
Pero ojo: cuando te quitan la libertad de elegir –la verdadera, no la que te venden en etiquetas con eslóganes vacíos–, te quitan también la posibilidad de ser feliz. Te reducen a engranaje, a rebaño, a consumidor, a súbdito. Y ahí empieza la miseria moderna: tenerlo todo y no tenerte a ti.
Yo no compro esa idea. Defiendo la libertad, no como un capricho, sino como un deber. Porque sin libertad no hay virtud, no hay responsabilidad, no hay propósito. Y sin propósito, no hay felicidad.
Así que la próxima vez que alguien te diga que ser feliz es “tener paz interior” o “no desear nada”, recuerda esto: no se trata de evitar el deseo, se trata de dirigirlo. De usar tu deseo como brújula, no como cadena. Y eso solo es posible si eres libre.
Y tú, ¿estás siendo feliz?, o solo estás obedeciendo.
La versión original de esta columna apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
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