“El cierre de la vida del prócer es una acción desesperada, pero al mismo tiempo perfecta, de alguien que se entrega con ímpetu al combate, la gloria y el fuego de marte hasta las últimas consecuencias. Su sangriento final sólo puede despertar aquella compasión y horror (defendida por Aristóteles) que se siente ante la muerte de los hombres sublimes, no moralmente, sino estéticamente.”
A petición de mi buen amigo Mauricio Montoya me animo a escribir esta segunda parte en función de adentrarnos en la figura del mítico prócer que, como decía en la anterior columna, me gusta pensarlo ya no como aquel protohombre inalcanzable, símbolo de unos valores perennes, sino como un actor, una figura humana, permeada por una emocionalidad, unas convicciones, con triunfos y caídas, cercano a nosotros. ¿Y dónde se ve precisamente más lo humano que en el fin y en la caída? ¿Dónde sino en el desespero y en las acciones últimas ante la cercanía de la muerte furibunda? Los griegos los sabían muy bien. Y en esta ocasión quisiera arriesgar una representación, un símbolo, la del personaje trágico, que no tiene nada que envidiar al Edipo de Sófocles, a la Medea de Eurípides o al Hamlet de Shakespeare.
Dice Aristóteles en su poética que: “la tragedia es una representación de una acción memorable y perfecta, de magnitud competente, recitando cada una de las partes por sí separadamente, y que no por modo de narración, sino moviendo a compasión y terror, dispone a la moderación de estas pasiones”. El cierre de la vida del prócer es una acción desesperada, pero al mismo tiempo perfecta, de alguien que se entrega con ímpetu al combate, la gloria y el fuego de marte hasta las últimas consecuencias. Su sangriento final sólo puede despertar aquella compasión y horror (defendida por Aristóteles) que se siente ante la muerte de los hombres sublimes, no moralmente, sino estéticamente.
En el año de 1829 nos encontramos con un Córdova abrumado, desilusionado, perseguido por sus enemigos venezolanos y caucanos, y notablemente aburrido. Aquel sueño que había visto representado en el libertador ya no es más una hoja seca que se ha llevado el viento y la idea del retorno de la monarquía le abrumaba. Ya no hay posibilidad del florecimiento y, en una época donde los rumores caminan más rápido que los caballos, no le quedaba más remedio que la rebelión. El militar de Concepción se vería obligado a tomar las armas una vez más, pero ya no para enfrentarse a los hombres del rey español, sino a sus antiguos colegas, en pro de un ideal de libertad y república.
El sitio del encuentro es bien conocido: El Santuario. Aquel municipio en el Oriente Antioqueño que hoy es tierra de buñuelos, comerciantes y humoristas. Un paisaje incrustado en las montañas que se convertirá en el escenario del último grito del gran general. Hasta allí llegaron las tropas comandadas por el irlandés Daniel Florencio O’Leary, con la orden directa de aplastar la revuelta. Cuentan las crónicas que eran alrededor de 1000 hombres bien armados, veteranos de las guerras de independencia, contra escasos 400 reclutas mal armados, mayoritariamente con azadones y machetes, muchos de ellos campesinos. No era en definitiva un prospecto muy agradable.
Pero ya Córdova había dado la sorpresa en Ayacucho, ¿no sería que esa buena estrella que hasta ahora le había favorecido le permitiría lograr lo imposible? Se entregó a la batalla como aquellos paladines medievales cuyas gestas eran admiradas en libros empolvados. Sin embargo, al final, fue más como el caballero de la triste figura sólo que en lugar del yelmo de mambrino tenía un sombrero agujereado por las balas y, similar a Ricardo III, envuelto por el falso abrigo de la soledad de las espadas, esperaba una muerte digna en combate. La tragedia ya caminaba en él y aquella noble caída también le sería negada.
¿Cómo sucedió todo? El 17 de octubre Córdova llegó a un lugar llamado El Salto en El Santuario a las 8 de la mañana, con sus tropas cansadas después de un torrencial aguacero. Entonces organizó a su fuerza en tres alas: la izquierda encabezada por su hermano Salvador; la derecha por Benedicto González y el centro por él mismo. Al frente, las tropas que se multiplicaban, comandadas por Daniel Florencio O’Leary, gran amigo y admirador de Bolívar, dispuesto a asestar el gran golpe. Existió, días antes, un intento de negociación donde O’leary instó a Córdova a rendirse. Pero, el héroe de Ayacucho era un hombre fiel a sus convicciones e ideas, y aunque presentía su lúgubre final, prefería morir con un fusil en la mano. De allí una famosa frase que suele citársele: “No me queda otro camino que la victoria o la muerte. Dentro de cuatro días: o vencedor, o mordiendo tierra en el campo de batalla”
El primer ataque fue ordenado entonces por el irlandés, quien intentó atacar las posiciones rebeldes, pero tras dos horas de combate no conseguía nada, así que ordenó una falsa retirada provocando la percepción errada de que había sido derrotado. Una técnica que ya había usada por Napoleón en la Batalla de Austerlitz y que demostraba una enorme efectividad. Córdova, en medio de un impulso lunático, envió a su reserva en su persecución. Entonces, los gubernamentales dieron media vuelta y lanzaron una carga general que tomó por sorpresa a las desordenadas filas enemigas, que acabaron destrozadas. El general Córdova fue herido, pero su hermano Salvador le ayudó a escapar y lo llevo hasta una cabaña que se encontraba en la ladera de la montaña, lejos del combate, donde se esperaba pudiera recuperar sus fuerzas para levantar su espada una vez más.
Pero el sino trágico ya había sido dictado. Es probable que, en esa agonía, previa al desenlace, al cierre del telón, pensara en aquellos muslos desnudos de las mujeres que amó: Fanny, Ignacia y Manuela, que siempre pudo recorrer con sus brazos como dos coleópteros agitados. Hasta aquella edificación había llegado el mercenario irlandés Rupert Hand, quien en voz alta preguntó dónde estaba el General Córdova. Y el nacido en Concepción, que no le tenía miedo a nada, herido, levantó la mano y expresó contundente: ¡Aquí estoy! Sin permitirle siquiera hablar, Hand le descargo dos sablazos en la cabeza. Córdova intentó protegerse con su mano, pero fue inútil, la sangre se derramó por el costado de su improvisado lecho. Y la muerte irrumpió como una promesa que venía de tiempo atrás. No hubo monólogo de despedida, sólo el silencioso adiós del caudillo que años atrás había sido coronado en Ayacucho con abrazos, reconocimientos y laureles.
Claramente nos encontramos ante una tragedia, una historia que tiene la fuerza propia de aquellas antiguos y apasionantes relatos, representados en anfiteatros en las colinas, donde un personaje se ve enfrentado a un terrible dilema moral (en este caso el de seguir sus convicciones y enfrentarse a un rival mucho más poderoso o traicionarse a sí mismo). Allí solía estar acompañado de un coro, que en esta ocasión es la representación de un pueblo adolorido, que lamenta la partida del gran general y que permanece a través de las diferentes generaciones. Córdova es un hombre que sin embargo vivió una vida poderosa, llena de aventuras, amores y batallas, y es allí donde radica el triste encanto de su caída. Bien dice Nietzsche: “el consuelo metafísico- que, como yo insinuó ya aquí, deja en nosotros toda verdadera tragedia- de que, en el fondo de las cosas, y pese a toda la mudanza de apariencias, la vida es indestructiblemente poderosa y placentera”.
Tal vez no haya que leer esta historia buscando una moraleja como lo hacían los antiguos historiadores decimonónicos buscando valores dignos para un proyecto de región y la educación de una juventud inquieta. Sino con el mismo gesto de admiración, asombro y perplejidad que deja estático a un espectador frente a un escenario, con un telón cerrado, quien no logra comprender plenamente sus emociones, aquella rasgadura interna que implica encontrarse con los relatos de los grandes hombres.
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