Los museos son templos dedicados a las Musas, núminas inspiradoras de las ciencias y las artes, por consiguiente, la epifanía divina realiza lo bello en el ámbito sensible. Su aparición son indicios epocales de que las sociedades perciben que han alcanzado la cumbre de los acontecimientos y, como consecuencia, lo viven a través de una consciencia planetaria que deriva en “el apogeo de la historia”.
Como concepto el museo ilumina al hombre y su lugar en el mundo, así como su propia dimensión existencial; es una manera de anular el tiempo situándose en un “presente absoluto”: perspectiva desde la cual podrá observar el rumbo de los sucesos y comprenderse dentro de ellos. Por lo tanto, es una confesión que esconde una necesidad de ponderar la singularidad del yo en relación con el entorno, pues evidencia el nacimiento de un tipo de antropocentrismo que cuestiona la obra natural de los Dioses reemplazando el estar místico por la contemplación estética del quehacer humano. La escritora Lou Andreas-Salomé expresó que “los más triunfantes elementos vitales del pasado son la posesión más auténtica del presente”. Por ello, más allá de estas particularidades, la idea aquí no es conocer el devenir de estos santuarios, sino cavilar en su sentido.
Los museos probablemente se originaron en Mesopotamia durante el siglo V a. C.; aunque otros afirmen que fue un par de siglos después, cuando Ptolomeo I Sóter construyó el primer edificio llamado “Mouseión” en Alejandría. Como sea, los museos aparecieron en ciertas etapas específicas donde el hombre se posiciona en un contexto global como parte de una inmensidad, aquella que lo hace consciente del presente intemporal. Esos momentos bisagra son sintomáticos y se enmarcan en un proceso imperialista que podríamos señalar como un intento de totalizar el mundo, dando la impresión de la detención del tiempo histórico, por lo que el ayer se “cosifica” y el sujeto se adivina dentro de una dimensión inmanente en el cual el futuro es improcedente.
Karl Jaspers en su libro Origen y meta de la historia define a esta coyuntura como la “era axial”. Cuando emerge el Impero medo persa, seguido por Grecia y Roma, por varios siglos las civilizaciones sintieron que habían llegado a un sine tempore, a la culminación de la historia, por tal, dichas sociedades se transformaron en coleccionistas de un pasado enterrado. Michel Foucault en Hermenéutica del sujeto explica que este espiritualismo y avance cultural que se dio en la antigüedad tardía, dio como resultado la primera percepción del hombre como un ser que se piensa en su subjetividad. Pensarse en “un-ahí-del-ser” sin duda fue la base de la aprehensión de un ciclo como ya superado, dejando como consecuencia un “mirador” (el museo) como altar para dar testimonio de lo perdido.
Aquel acontecimiento imperial otorgó la imagen inefable de que el “futuro había llegado” alcanzando su “pico máximo” dentro de un “para siempre” y que ahora solo había que examinar el pasado desde un presente definitivo. La idea de totalidad planetaria hizo que fuera difícil apreciar el paso del tiempo. Fue como un deceso de los anales, pero también una oportunidad para pensar en su resurrección. Por ello, surgieron ya para los orígenes del Imperio romano las ideas apocalípticas que profetizaron su “destotalización” a través de un imperativo superior: el “Reino de Dios”. Pero nada de eso pasó. La “desglobalización” no vino por intervención divina sino por causa de una implosión en el corazón de su misma decadencia.
Durante la Edad Media los museos declinan y reviven para la época del Renacimiento, junto con el interés por las galerías de arte; aunque es en la modernidad cuando adoptan la configuración que conocemos hoy. Durante el siglo XIV rebrotan las ciencias y las artes. Se intenta volver a lo clásico para escapar de un cristianismo en crisis. Nuevamente el hombre se repiensa con relación a un hoy superador. Comienza el domino ilustrado y el comercio a través del colonialismo, iluminismo donde prima la razón que terminará en la Revolución Francesa y en el positivismo científico; por ende el europeo, sintiéndose el ser más acabado y perfecto se lanzará al estudio de otros pueblos. La Revolución Industrial y las nuevas tecnologías, entre otras cosas, abren camino a otra hegemonía que aún continua como un fantasma flotando sobre los restos de la razón moderna.
Empero, es preciso señalar que esta era actual, tecnológica y planetaria es peculiar, ya que, a diferencia de otras épocas, no propicia la memoria ni valoriza su dechado; al contrario, esta era ha desacralizado la lógica de las narrativas en lo inane de lo virtual y ha desestimado la introspección. Sin embargo, recobrar la mirada crítica es una herramienta posible para considerar una salida que reviva una vez más la dialéctica de los tiempos. El nuevo “trans-humanismo” contemporáneo es visto como fría técnica. Los templos de las Musas son ahora meros fondos se “selfies” que colocan en primer plano a un ente vacío. El sujeto ha sido difuminado en infinitas copias virtuales de sí mientras se expone en las vidrieras de las redes sociales. En gran medida, el museo ha perdido su magia y su significado espiritual. Ha dejado de ser un “gazebo” como “punto de observación” para meditar extasiado sobre monumentos donados: ahora son solo “instantáneas narcisistas en línea”, alacenas de desechos de un pretérito ignoto, observado por una sociedad apática y momificada.
Pensar los museos y su lugar en la tradición humana puede hacernos tomar consciencia que su sentido no es simplemente el goce de la visión examinadora de lo arcaico desde un lugar más elevado, sino recuperar la inspiración para redescubrir valores humanos, para rescatar el capital virtuoso que el mundo ha acumulado a lo largo de su existencia y que hoy, solo amontonan el polvo de la indiferencia en la soledad de sus armarios.
*Nota publicada en Diario Perfil
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