“Gobernar no es pontificar desde una tribuna,”
Gustavo Petro es un líder político cuya trayectoria ha estado marcada por la controversia, la ambición desmedida y la promesa de un país transformado. Desde su juventud, cuando militó en el M-19, hasta su ascenso a la presidencia, ha encarnado el arquetipo del reformista obsesionado con la utopía. Pero la política no es el terreno de los sueños inalcanzables sino de la administración de lo posible, una lección que Petro, hasta ahora, se ha mostrado incapaz de aprender.
Su llegada al poder significó la esperanza de un cambio estructural, de una nueva Colombia edificada sobre los cimientos de la justicia social y la equidad. Sin embargo, pronto quedó claro que su discurso encendido, tan atractivo en campaña, se desmoronaba ante el peso de la realidad. Gobernar no es pontificar desde una tribuna, sino tomar decisiones concretas, administrar los recursos del Estado y construir consensos con actores diversos. Petro, en cambio, se ha aferrado a su propia narrativa, incapaz de aceptar que la voluntad no es suficiente para transformar un país donde los problemas no se solucionan con discursos.
Las grandes reformas que propuso fueron presentadas con la misma grandilocuencia que ha caracterizado su carrera política. Paz, Salud, pensiones, educación, todas concebidas como revoluciones totales, sin espacio para ajustes progresivos ni negociaciones pragmáticas. Pero el reformador sin paciencia se convierte en el arquitecto del estancamiento. Sin mayorías en el Congreso, sin estrategia para convencer a sus adversarios y sin voluntad de ceder en lo necesario, su proyecto de gobierno ha quedado atrapado en el laberinto de su propia inflexibilidad. Su visión del cambio no admite matices: o se cumple en su totalidad, o se descarta como una traición a sus ideales.
El discurso de Petro ha oscilado entre el mesianismo y la confrontación. Se presenta como el único capaz de rescatar a Colombia de sus males históricos, mientras señala a quienes no comparten su visión como enemigos de la nación. Pero gobernar exige construir puentes, no dinamitar los caminos. La polarización que fomenta le ha cerrado puertas, debilitando su margen de maniobra y aislándolo de sectores que podrían haber sido aliados en su intento de transformación.
Sin embargo, el mayor obstáculo de Petro no ha sido la oposición ni las élites tradicionales, sino su propia incapacidad para gestionar el Estado. Un gobierno no se administra con consignas, sino con técnica, planificación y resultados. La improvisación ha sido el sello de su administración, donde las crisis son recurrentes y las soluciones, inexistentes. Prometió un país renovado, pero ha entregado una administración errática, llena de giros bruscos y decisiones incoherentes. Su obsesión por lo absoluto lo ha llevado a despreciar lo alcanzable, condenando a su gobierno al mismo destino de todos los que han confundido la política con la utopía: el fracaso.
Gustavo Petro pasará a la historia como un presidente que quiso cambiarlo todo y terminó cambiando nada. Su legado no será el de un reformador exitoso, sino el de un líder atrapado en sus propias ilusiones, incapaz de comprender que el verdadero poder no está en la retórica, sino en la capacidad de convertir las palabras en hechos. Al final, su gobierno será recordado como un sueño incumplido, otra promesa grandiosa que la realidad terminó por devorar.
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