“Es triste que, a menudo, para ser buen patriota haya que ser enemigo del resto de los hombres”.
– Voltaire.
Como bien se ha señalado en muchas oportunidades, siendo un constante en la historia de la humanidad, el mundo es gobernado por ideas, ideas que determinan nuestra conducta y, especialmente, las acciones de los gobiernos que destruyen o posibilitan nuestra vida de forma directa. De hecho, todos los conflictos de magnitud histórica se dieron como consecuencia de ideas irreconciliables que, accediendo al poder mediante sus defensores, han justificado los peores crímenes que la humanidad ha conocido. Del mismo modo, las ideas también han posibilitado la formación de países y culturas benignas para el ser humano, donde la libertad individual se ha impuesto sobre las ideas colectivistas, lo que ha facilitado una calidad de vida jamás vista ni soñada.
En dicho contexto, el pasado 26 de diciembre (2024), luego de un concierto de piano y flauta en la ciudad de Sucre, un representante de la Casa de la Libertad entregó un reconocimiento a los músicos. En el discurso de dicho reconocimiento afirmó que: 1) “no existe mayor bien que la Patria”, “que la misma nos supera como personas”; y 2) que “los apátridas no merecen nada, no tienen derecho”, “que no existe peor pecado que negar tu patria”. Chauvinismo inmoral que oscureció una linda velada artística.
Debido a lo mencionado, en el presente texto realizaré una defensa ética y filosófica de quien elige “ser apátrida”. Donde, además, es necesario denunciar la inmoralidad de un viejo y peligroso colectivismo que denominaremos nacionalismo.
Es claro que el bien “ético” fundamental para un nacionalista es la patria. De la patria se derivarán, en función de lo que le convenga a esta, los demás valores que determinarán la vida de las personas. Ante lo dicho, existen errores metafísicos y éticos de consideración.
La historia, por sí sola, nos ha demostrado que el nacionalismo ha provocado los peores crímenes que la humanidad ha visto. Lo peor de todo, es que no es necesaria prueba empírica alguna para determinar su inmoralidad y las consecuencias de este. Partamos, entonces, del error metafísico de dicha pseudo-ética. Dada la realidad en la que nacemos y en la que nos desenvolvemos, el ser humano posee ciertas características naturales que son inmodificables: esta es la necesidad y capacidad de razonamiento, es decir, que, para sobrevivir, el ser humano posee como herramienta solamente su mente, diferenciándose del resto de los seres vivos que poseen instintos y otras habilidades. No por nada Aristóteles nos definió como “animales racionales”. Del mismo modo, dicha capacidad solo puede ser ejercida por cada persona, por ende, no existe algo como una mente colectiva o nacional. Si no, por el contrario, la conjunción o yuxtaposición de mentes individuales, de seres humanos.
Dicha capacidad de razonamiento tiene un objetivo esencial: mantenernos con vida. Razón por la cual, la vida es el valor sobre el que se debe estructurar toda ética y no así la patria. De lo contrario, al elegir a esta última como valor esencial y al ser la patria un invento humano, se estaría dando valor a la vida humana en función a un abstracto que existe, justamente, como consecuencia de la vida humana. Absurdo. En otras palabras, que su vida estimado lector, solo tendría valor si así le conviene a los intereses de dicha patria. Cabe preguntar, a final de cuentas, ¿Qué es la Patria? La realidad nos muestra que en la práctica es el grupo que la dirige, puesto que ellos determinan el “interés nacional”. Entonces, la vida de sus hijos tiene valor en función de los intereses de ese grupo dirigente. Deplorable.
Por otro lado, cuando un apátrida elige renunciar a la patria donde ha nacido por los motivos éticos y filosóficos correctos, no es un acto de inmoralidad, sino, por el contrario, un acto de total integridad ética.
La vida es el valor metafísico esencial del ser humano. Sin vida, no hay posibilidad alguna de nada. Entonces, si un ser humano, entendiendo esta verdad y luego de un proceso de valoración de la realidad de su patria, se da cuenta que esta no representa un valor para su vida, pues, en vez de cumplir su única función, que es cuidar sus derechos fundamentales a la vida, a la libertad individual y a la propiedad privada (sin excepción alguna), atenta contra todo esto, condenándolo a una existencia de casi servidumbre (tener que trabajar medio año para pagar impuestos), y atenta contra su libertad bajo la excusa del “bien común o nacional”, decide reconocerse como apátrida, ya que esa patria en la que nació por accidente del destino premia la corrupción, el robo y la muerte en lugar de la creación de valores, de riqueza y la vida per se, tal acto se constituye en un grito de integridad y amor a la vida. Ese apátrida es un héroe.
Por lo cual, caer en ese sesgo sentimental y cobarde, propio de todo enemigo de la vida, de pretender desconocer el valor de la vida humana misma, alegando que esta no tiene derecho alguno por ser apátrida, solo denota el profundo grado de intolerancia propio de los regímenes fascistas y autoritarios.
Si lo que se quiere es promover una patria con valor, donde las personas de bien adhieran a esta por eso mismo, se debe comenzar por derribar estas ideas parasitarías y comenzar a abogar por una sociedad abierta, que respete la vida humana, la libre expresión, la libertad de asociación, la separación de poderes y, sobre todo, la superioridad ética de la vida humana por sobre cualquier colectivo (especialmente la patria). De lo contrario, seguiremos nadando en un mar de intolerancia e ignorancia, como lo hicieron Alemania, Italia y Rusia en el siglo XX, costando millones de vidas inocentes y beneficiando a un grupo de delincuentes llamados políticos.
Finalmente, la vida es una. Uno vive solo una vez. Por lo tanto, desperdiciar la vida manteniendo colectivos parasitarios y enemigos de esta por mantener ciertos beneficios bajo cualquier excusa, los transforma de víctimas a cómplices, en especial, cuando uno se encuentra en puestos de relativa importancia mediática, desde los cuales se podría luchar contra ese poder parasitario que mantiene a la peor clase de seres humanos en el control de las vidas de los mejores.
La versión original de esta columna apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
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