Ayer prendí la radio y escuché: -¿Usted podría jurar o asegurar que esas personas encontradas en la escombrera no fueron enterradas ahí por sus familiares? -¿Cómo así? ¿Tú me estás diciendo que posiblemente un familiar fue y cogió los restos de su ser querido y los enterró…? -Le estoy diciendo que nadie sabe los 3 o 4 cuerpos que encontraron en la escombrera de dónde salieron, ni siquiera la JEP…
Entonces tuve que apagar para no seguir escuchando y poder empezar a procesar el tamaño de la insensatez que el periodista Néstor Morales, de Blu Radio, estaba diciendo. Aunque luego me di cuenta de que no era ninguna insensatez: Que un señor que ha tenido una relación tan estrecha con los políticos y empresarios del espectro implicado y sospechoso de las masacres, se salga de casillas para tratar de ocultar la relevancia de encontrar 3 o 4 muertos en esta sociedad violenta, carnívora y descarnada, es super normal. De hecho, la cifra de la que habló despóticamente es una minucia comparada con los cientos de miles que escuchamos todos los días, producto de la desproporcionada guerra de nuestro país y del resto de latitudes, como las guerras que se viven en el oriente de Europa y en el Medio Oriente ahora.
Pero me quedé pensando en que el, enjuto de mente, periodista, por defecto es un humano, y que como humano, cuando verbalizó la cifra, se refirió a otros humanos bajándolos de categoría, disminuyéndolos en su valor de escala social y tirándolos al ostracismo del olvido. Entonces me pregunté: ¿cómo se sintieron las madres de esos muchachos y muchachas cuyos cuerpos quedaron bajo las ruinas picadas de miles de historias vanas que pulularon en la Medellín violenta?
Y llegué a la idea de que, después de que las embargara un sentimiento de tristeza absoluta —que es una tristeza que viene después de no haber podido tramitar la tristeza anterior—, este desastre social se va convirtiendo en una emoción sin fuerza, sin potencia, en lo que Fernando Vallejo llamó «una desazón suprema», porque aunque sus hijos ya no existen como humanos, el tratamiento que a «las cuchas», como les llaman, les están dando, es el más inhumano.
La impunidad mediática corroe los cimientos de nuestra sociedad. Estos mercaderes del dolor, que trafican con la angustia ajena desde sus micrófonos, siembran la semilla de una indiferencia colectiva que nos consume. Los ciudadanos, testigos mudos de la revictimización, nos convertimos en cómplices involuntarios de este espectáculo macabro. La deshumanización se expande como una mancha de aceite, dejando a su paso retinas vacías y conciencias adormecidas, hasta que con merecimiento, vayamos despareciendo.
Si acaso importa: Un antídoto contra esta epidemia de insensibilidad: la memoria activa y la empatía militante. Necesitamos medios independientes que narren las historias de las víctimas con dignidad y respeto. Necesitamos ciudadanos que exijan responsabilidad social a los comunicadores y que boicoteen a quienes mercantilizan el dolor ajeno. Y, sobre todo, necesitamos recordar que detrás de cada cifra hay una historia, una familia, un universo de amor truncado. Porque si permitimos que la deshumanización triunfe, no solo estaremos matando la memoria de los que ya no están, sino también la posibilidad de construir una sociedad donde el dolor ajeno nos duela como propio.
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