El inglés, del castigo al privilegio

«Aprender un idioma extranjero no abre puertas, las derriba.»


A mediados del siglo XIX, cuando los colegios de Colombia apenas esbozaban lo que hoy llamamos «educación formal», el inglés era poco más que un rumor exótico. En un país donde las élites hablaban francés como símbolo de refinamiento y la lengua de Shakespeare sonaba más a gringo invasor que a herramienta útil, intentar aprender inglés era como tratar de descifrar un jeroglífico maya sin guía ni propósito.

El panorama no era prometedor. Con la llegada de la industrialización y el comercio internacional, Colombia empezó a asomarse tímidamente al mundo anglosajón. Las primeras escuelas bilingües, creadas más por misioneros que por visión educativa, tuvieron la ingrata misión de convencer a los colombianos de que el inglés no era un arma de colonización, sino una herramienta para progresar. Irónico, ¿no? La lengua de los conquistadores originales nunca tuvo tanto peso en las aulas como la del nuevo imperio en ascenso.

A finales del siglo XIX, la Ley Orgánica de Instrucción Pública de 1870 introdujo cambios significativos en la educación colombiana. Con una tímida referencia al aprendizaje de lenguas extranjeras, la legislación dio un paso en la dirección correcta, aunque más por compromiso internacional que por convicción interna. Los profesores de inglés eran una especie en peligro de extinción, y quienes se aventuraban a enseñar el idioma lo hacían con métodos rudimentarios y un acento que, probablemente, haría llorar al mismo Shakespeare.

Con el siglo XX llegaron nuevas esperanzas y retos. Durante la década de 1930, la enseñanza del inglés comenzó a adquirir mayor relevancia gracias a los vínculos comerciales con Estados Unidos. Sin embargo, no faltaban las ironías. Mientras el gobierno proclamaba la importancia del idioma, las aulas se llenaban de gramáticas tediosas y repeticiones mecánicas, más útiles para recitar poemas que para mantener una conversación.

Por décadas, el aprendizaje del inglés en Colombia fue una batalla desigual. El país parecía condenado a ser «el que entiende, pero no habla». Aprender inglés era como escalar una montaña nevada con sandalias: había voluntad, pero no las herramientas adecuadas.

Todo cambió en los años 90, cuando el mundo se globalizó y Colombia no tuvo más remedio que subirse al tren del inglés. Con la apertura económica y la proliferación de empresas multinacionales, dominar el idioma dejó de ser un lujo reservado para las élites y se convirtió en una necesidad profesional. Surgieron academias de inglés como hongos después de la lluvia, prometiendo la fórmula mágica para «hablar como un nativo» en solo seis meses. Spoiler alert: no funcionó.

El gobierno, en su intento de ponerse a la altura, lanzó programas ambiciosos como el famoso «Colombia Bilingüe». Aunque bien intencionados, estos planes enfrentaron obstáculos que ni un nativo podría sortear: falta de recursos, profesores mal capacitados y un sistema educativo que aún prefería las calificaciones sobre las competencias reales.

Por otro lado, los estudiantes, cargados de gramáticas y audios de dudosa calidad, se esforzaban por entender la diferencia entre «I go to the park» y «I went to the park». El inglés seguía siendo un enigma, un espejo de doble cara que reflejaba tanto el deseo de progreso como la frustración ante un sistema que parecía diseñado para enseñar a no hablarlo.

A pesar de los tropiezos, los logros no tardaron en llegar. Hoy, las universidades colombianas no solo incluyen el inglés como requisito obligatorio en la formación de profesionales, sino que también han desarrollado programas avanzados para formar docentes especializados. La implementación del Marco Común Europeo de Referencia para las Lenguas (MCER) ha elevado los estándares, y cada vez más jóvenes colombianos alcanzan niveles B2 o superiores.

Sin embargo, el camino hacia un verdadero bilingüismo sigue siendo empedrado. Las brechas sociales y económicas dificultan el acceso a una educación de calidad en inglés, perpetuando una desigualdad que no es nueva. Para muchos estudiantes, aprender inglés es todavía un lujo, una oportunidad que depende más del bolsillo de los padres que del talento del aprendiz.

En este contexto, resulta irónico que Colombia aspire a ser un país bilingüe cuando todavía lucha por garantizar que sus estudiantes hablen y escriban correctamente en español. Pero así somos: soñadores y contradictorios, siempre apuntando alto, incluso cuando el suelo bajo nuestros pies es inestable.

Pese a las dificultades, el panorama no es del todo sombrío. Con la proliferación de tecnologías educativas, aplicaciones móviles y programas de intercambio, aprender inglés nunca había sido tan accesible como ahora. Plataformas como Duolingo y Rosetta Stone, aunque no son la panacea, han democratizado el aprendizaje y han permitido que incluso quienes no tienen acceso a clases formales puedan mejorar sus habilidades.

El inglés, que alguna vez fue visto como una imposición extranjera, se ha convertido en una herramienta de empoderamiento. Para los jóvenes profesionales, dominar el idioma es más que un requisito curricular: es una llave que abre puertas a oportunidades laborales, becas internacionales y conexiones globales.

La historia de la enseñanza del inglés en Colombia es, en esencia, la historia de un país que lucha por encontrar su lugar en el mundo. Es un relato de errores y aciertos, de esfuerzos desiguales y logros compartidos.

Quizás algún día podamos mirar atrás y reírnos de nuestras vicisitudes lingüísticas, de los “teacher, ¿what is your name?» pronunciados con acento paisa, y de las eternas dudas sobre cuándo usar «will» y cuándo «going to». Hasta entonces, seguimos aprendiendo, escalando esa montaña lingüística con más herramientas y menos excusas.

El inglés, como todo en la vida, requiere práctica, paciencia y, sobre todo, propósito. Porque al final del día, no se trata solo de hablar como un nativo, sino de comunicarnos como ciudadanos del mundo. Y en eso, queridos lectores, estamos avanzando, paso a paso, palabra a palabra.

Carlos Alberto Cano Plata

Administrador de Empresas y Doctor en Historia Económica, con Maestría en Administración. Experto docente, investigador y consultor empresarial en áreas como administración, historia empresarial y desarrollo organizacional.

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