Los hermanitos mayores*

«Las leyes naturales quedaron en la Sierra Nevada
a cargo de los Mamüs, quienes las guardan pacíficamente
y que los hermanos menores deben conocerlas y respetarlas,
para no violar la casa sagrada
y los derechos de los hermanos mayores,
que somos los Iku».


 Era el último día de los tres que pasé en Valledupar y lo dediqué a las generosas atenciones que me depararon mi compadre Tobías Enrique Pumarejo y su familia.  Retocé, ahíto y medio prendo, bajo dos enormes abanicos de techo, verdaderas hélices capaces de decapitarte de llegar a desprenderse. Comí chivo “Guisao” y mamé ron en compañía de Tobi y sus tres hijos. La noche anterior, Marlen, la esposa de mi compadre, había aliñado el chivo que hoy servía resignada ante mi apetito descomunal. “Este Chucho si come chivo”, decía Tobías a cada plato que me servía.

El kiosco que Tobías construyó en parte del amplio patio interior  de su casa, ha sido la única reforma tangible que observo a los casi treinta años de haberlo visitado por primera vez. Estábamos hablando y tomando wiski, cuando sonó una llamada de un colega que, enterado que estaba en Valledupar, llamó a saludarme. De una lo invite a la comilona y a la bebeta y allí llegó, con su habitual apetito ancestral. Mientras comía le entró la llamada de unos dirigentes de la toma que los IKU habían realizado a Valledupar en protesta por qué el gobierno no reconocía la autoridad indígena que habían elegido. Le solicitaban que hiciera presencia en la asamblea de autoridades que se realizaría en pocos minutos. A pesar de mi largo receso indigenista, arranqué con él para la Casa Indígena. ¡La sangre llama!.

Los Iku o Arhuacos, como se los llaman los bonachis (Blancos o no indígenas), habitan la Sierra Nevada de Santa Marta en compañía de tres grupos más: los Kagaba (Kogui), los Wiwas (Malayos) y los Kankuamos, recientemente indigenizados.

Yo había llegado a eso del medio día del miércoles y de regreso el día sábado en la mañana, mientras iba en el taxi al aeropuerto, que también se llama Alfonso López, el conductor sintonizó una emisora de la cual salían los alaridos de un energúmeno que insultaba los indígenas que se habían tomado las tres entradas a Valledupar. La emisora, al parecer era “Maravilla” Stereo, propiedad de los hermanos Quintero Romero y Nelson Géneco Cerchar, ahora Cerchiario, pues su familia adoptó la nacionalidad italiana. Los insultos y gritos destemplados del presunto locutor contra el Cabildo Gobernador Indígena Zarwawiko Torres y las comunidades IKU, me atormentaron hasta llegar al terminal. Este gritón me recordó la llamada “Leyenda Vallenata”, nombre con el cual las aristocracias locales bautizaron el Festival que cada año corona al rey del acordeón, reconoce la Canción Inédita y premia los intérpretes de la Piqueria, especie de trova costeña.

La Leyenda, a grosso modo, es la siguiente:  durante la Colonia, un grupo de indígenas atacó un poblado español y en su huida a la Sierra Nevada, alcanzaron a envenenar las aguas de una laguna a la cual presumían llegarían los españoles a calmar su sed. Y así sucedió. Los españoles cayeron envenenados y la virgen del rosario los resucitó tocándolos con una varita. Como es de suponer, los españoles alcanzaron los indios y los diezmaron.

Cada año, antes del Festival Vallenato, esta Leyenda es celebrada en la catedral de Valledupar. Desde allí sale una romería de feligreses y unos vallenatos mal disfrazados de indios y españoles que, dos cuadras abajo, en la plaza Alfonso López, representan la famosa Leyenda. Pues el gritón de marras, fiel heredero de los españoles mata indios, ladraba desde temprano, seguramente nostálgico porque los indios no volvieron a salir en fila a votar por Pepe Casto y sus conmilitones politiqueros y corruptos.

Llegamos a la Casa Indígena de Valledupar en la noche y salimos en la madrugada. Después de muchos años de retiro, me encontré en una reunión de Mamüs y Sakukos IKU con el funcionario más inepto y cara dura que he conocido, un tal Viceministro para el Diálogo Social y los Derechos Humanos. Sentado en una mesa al lado del Comandante Departamental de  Policía,  del Secretario de Gobierno Municipal y de otros funcionarios que desconozco, este funcionario indolente y tarado, enfundado en una cachucha negra con laureles dorados en la visera, que además representaba el Gobierno que los indios y yo elegimos, alegaba que no podía  darle el visto bueno al nombrado Cabildo Gobernador del Resguardo Kogui,  Malayo,  Arzario, según lo ordenaba una reciente y tardía  jurisprudencia del Corte Constitucional, porque necesitaba  el visto bueno de sus  abogados***.  No olvido que en su presentación y en sus sucesivas y babosas intervenciones, recalcó que era un politólogo con maestría en historia. Ardido de la rabia, me decía interiormente: “¿cómo así, que un politólogo desconoce los conceptos de Autonomía, Autogobierno y Acción sin Daño, pilares de la Sentencia de la Corte?”

A eso de las tres de la mañana terminó la reunión con el acuerdo chimbo de llamar al día siguiente al Ministro Cristo para que viniera a resolver lo que su bobalicón Viceministro no podía hacer. Como prueba de buena voluntad, los indígenas levantaron las tomas y se concentraron la Casa Indígena.

Salí puto y mientras saltaba sobre los cuerpos dormidos de niñitos, mujeres, jóvenes y adultos pensé, muerto de la rabia, “así yacen nuestras esperanzas en este Gobierno: tumbadas sobre el piso sucio y polvoriento de una calle en Valledupar”.

* Última crónica de la “Trilogía Vallenata”.

** Abogado de la Universidad de Antioquia, Consultor independiente.

*** Sentencia SU-419 de diciembre de 2024.

Jesus Ramirez

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