“Venus y Marte se cruzaban en la figura del caudillo como las dos principales fuerzas de su accionar, donde en numerosas ocasiones le tocó enfrentarse al dilema de escoger el amor a las armas o el amor propio de la caricia suave e intempestiva de la mano grácil de la mujer decimonónica. No fue el único, pero si un personaje con un perfil ciertamente atractivo para su estudio y un encuentro con lo más profundamente humano: la dimensión del deseo”
Hace 200 años, el 9 de diciembre de 1824, en los parajes de la Pampa de Quinua, en lo que hoy es Perú, aconteció una de las batallas más emblemáticas de la Guerra de Independencia: La Batalla de Ayacucho. Allí las tropas patriotas, comandadas por el Mariscal Antonio José de Sucre, lograron una victoria definitiva contra los ejércitos realistas comandados por el virrey José de la Serna. Ante una batalla de tal magnitud muchos nombres resuenan en las crónicas y en la vieja historiografía, como prohombres que lograron una hazaña increíble. Aunque bien se sabe que cada uno de los soldados patriotas, cuyo número se calcula entre 5780 y 8500, puede tener un relato, una lectura marcada por la experiencia, que puede variar, de los acontecimientos del combate. ¡Cuántas historias y anécdotas perdidas! Hacer esa historia bien podría ser una extensa torre de babel y, bueno, ante la imposibilidad de acceder a las fuentes nos encontramos frente a una empresa utópica y muy espinosa.
No obstante, nos quedan algunas historias. Al interior de los nombres que resaltan aparece el del antioqueño, nacido en Concepción, José María Córdova, quien ya tenía un recorrido amplio junto al ejército patriota que le había permitido participar en importantes batallas como Boyacá, el Pantano de Vargas o el Combate de Chorros Blancos. En Ayacucho, cuando los realistas estaban logrando un importante avance sobre las tropas, Córdova encontró una oportunidad cuando un contingente realista, la División Monet, se dividió para cruzar la quebrada, lo que hace que los batallones se dispersen fuera de su formación y en desorden. Esto creó una oportunidad única que el joven antioqueño supo detectar, en medio del caos inherente a la batalla, entre los estallidos de cañones y fusiles. En un momento decisivo, Córdova se desmontó de su caballo y se puso frente a toda su división, los batallones de Voltígeros, Pichincha y Bogotá, además de Caracas, que hasta ese momento no había luchado. Les ordena que ataquen a la división de Monet, con la famosa orden: «Division, armas a discreción, de frente, paso de vencedores!».
Las descripciones que se encuentran en los libros de historia de lo que sucedió a continuación bien son dignas de una épica o una epopeya como las que escribía Homero o los entusiastas bardos españoles anónimos de la Edad Media. La banda de guerra del Batallón Voltigeros comenzó a tocar el bambuco nacional La Guaneña, cuando la 2.ª división se lanzó al ataque, las tropas colombianas avanzaron gritando “Viva la Libertad» y “Viva El Libertador”. Uno a uno, los diferentes contingentes realistas de la división Monet, una de las más importantes al servicio del Virrey, fueron vencidos en un intenso combate. Su propio comandante más tarde perdería su vida en la batalla junto con tres líderes del cuerpo. Este importante triunfo llevo a que los patriotas pudieran retomar algunas posiciones estratégicas y lograran consolidar el triunfo final contra el último gran ejercito del Imperio Español.
Como consecuencia de sus valerosas acciones, un reconocimiento y testimonio de este triunfo, una corona, guirnalda fabricada en oro y diamantes, le fue entregada al antioqueño. Cuentan las historias que el mismo Bolívar y Sucre decidieron cedérsela, pues era un reconocimiento del pueblo del Alto Perú. Al observarla, no puedo dejar de pensar que en aquel tiempo tener esa corona, era como posar con aquel trofeo inmortal que ganan los equipos de futbol cuando ganan un campeonato internacional. Hoy podemos verla en el Museo de Artes de Rionegro y ser testigos de un pasado que evoca estallidos de fusiles, cañones y metrallas.
Hay algunos textos interesantes para ampliar esta historia, en lo personal disfruto mucho la lectura de la biografía de Doña Pilar Moreno de Ángel en dos tomos, una de las que quizás se acercó con más intensidad, desde un discurso en el que convergen las fuentes, la historia y la literatura, a las pasiones del joven general. Pasiones que desbordaban el mundo de las armas, y en el que estuvieron también la literatura francesa, los caballos y, desde luego, las mujeres. Es conocido el caso de Manuela Morales, aquella mujer de 20 años de quién se enamoró profundamente el caudillo y por quien casi muere, en una exhibición, al caerse violentamente de su caballo “el Inca”, en el preámbulo del Combate de Chorros Blancos o el de Fanny Henderson, la hija del cónsul inglés, quien lo atrajo con su inocencia, baile y evocaciones de tierras lejanas.
Venus y Marte se cruzaban en la figura del caudillo como las dos principales fuerzas de su accionar, donde en numerosas ocasiones le tocó enfrentarse al dilema de escoger el amor a las armas o el amor propio de la caricia suave e intempestiva de la mano grácil de la mujer decimonónica. No fue el único, pero si un personaje con un perfil ciertamente atractivo para su estudio y un encuentro con lo más profundamente humano: la dimensión del deseo. Quizás es tiempo de dejar de mirar estatuas y ver la belleza de los pliegues y las grietas que hacen parte de la constelación que nos conforma.
Tampoco debemos pensar al prócer de Ayacucho como la legitimación de ese chauvinismo pedante de algunos paisas. Porque bien es cierto que algunos personajes, que bordean la historia del mito, han servido en ese sentido. ¿Qué sino fue lo que pasó a mediados de siglo durante el Franquismo con la imagen del Cid Campeador? ¿o con la evocación del antiguo imperio romano germánico durante el Tercer Reich? Córdoba es un hijo de su tiempo y su formación trasciende el ámbito antioqueño y lo convierte en un personaje que pertenece a todos los que amamos la libertad y las grandes historias. Su efigie es la del soñador que lleva hasta las últimas consecuencias sus acciones, y cae al final en el Santuario, en un desenlace trágico que no tiene nada que envidiar a las escritas por Sófocles o Esquilo.
En verdad, hoy más que nunca es necesario repensar la figura de Córdova, no ya como aquel protohombre inalcanzable, símbolo de unos valores perennes, sino como un actor, una figura humana, permeada por una emocionalidad, unas convicciones, con triunfos y caídas, cercano a nosotros. Encontrar esos puntos de encuentro entre dos corporalidades asincrónicas es fundamental para que la historia adquiera mayor vida y significado, en tiempos donde nos urge repensarnos a nosotros mismos, nuestra construcción social y nuestro pasado. Quizás la juventud tenga algo nuevo que decir, en tiempos donde las lecturas de personajes históricos están permeadas por el cine, los videojuegos y las redes sociales. Algo que haya pasado desapercibido por parte de esa vieja historiografía recalcitrante forjada por Henao y Arrubla a principios del siglo pasado.
Escuchar los ecos del pasado, la última evocación de la lluvia, el grito del gran general de brigada resonando en las montañas. Hay allí todavía un aprendizaje, que no es el de la persistencia, sino el del Eros, el amor y la pasión, como motores profundos de la historia. Córdoba seguirá en cuadros, estatuas y evocaciones (no puedo menos que admirar la monumental escultura del Maestro Arenas Betancourt en Rionegro), pero en realidad lo que vale la pena es lo que permanece en el imaginario, en los relatos, en los libros, y es un buen punto de partida para fijar un trayecto hacia una nueva edificación, un Córdoba que aun cabalgue, como el quijote entregado a un ideal de nación que no se concretó, en este nuevo siglo y que ciertamente aún tiene mucho por decir.
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