Contemplar: un feliz retorno a lo que hemos sido en un presente de excesivo rendimiento

“[…] Hemos perdido con el paso del tiempo el valor diferenciador que, como especie, nos daba la actividad contemplativa. Contemplar también es una actividad y el aburrimiento su actividad complementaria. El problema es que ahora ninguna de las dos cosas son posibles porque “siempre hay algo que hacer” […]”


 Con la llegada de diciembre se despierta un sentimiento en muchos de nosotros: se trata de un sentir nostálgico que anuncia el fin de un ciclo más, el cual tiene de fondo el cada vez más cercano fin de año. Con diciembre parecen florecer ilusiones de un futuro mejor repleto de posibilidades que se abren en enero. Así, este último mes se convierte, para muchos, en el entretiempo de una rutina que, a la perspectiva de la sociedad capitalista actual, es la base del éxito personal para muchos de nosotros.

Trabajar, y otras formas de actividad como estudiar o crear, han sido el soporte de muchos logros para la humanidad. Recordemos que, gracias al trabajo, el ser humano ha podido transformar el estado bruto de la naturaleza en objetos que atienden sus necesidades básicas, además esta idea ha servido como justificación para el origen de la propiedad privada, tal y como lo sostenía el liberalismo clásico encabezado por John Locke. Esto es algo que no podemos negar; gracias a la acción humana la hostilidad de la naturaleza ha ido quedando relegada en favor de una subsistencia más cómoda. Sin embargo, las demandas actuales de trabajo que prometen al final del proceso un idílico bienestar han hecho del rendimiento de niveles superlativos el nuevo estandarte de la sociedad actual. Por encima de la acertada visión foucaultiana de una sociedad disciplinar, tenemos una transición propia del siglo XXI que es una sociedad que tiene como fundamento el rendimiento autoimpuesto.

A través de distintos mecanismos de alcance masivo como redes sociales o la publicidad, el deber de rendir no es externo al individuo, ahora el hábitat de exigirse en favor de un bienestar viene de nosotros mismos. En la primera parte de la presente centuria, el Estado y las empresas no necesitan del modelo disciplinar que funcionó muy bien en el siglo pasado. En este momento, la línea de la mera supervivencia se ha trasladado al terreno de la superación personal, ya que en la actualidad no solo se sobrevive, sino que ahora se busca vivir “sabroso”. En el presente la máxima dice que “todos podemos triunfar”, siendo la vida pura positividad porque todo es diáfano y posible. El éxito ya no es un asunto de clases sociales, ricos o pobres pueden hacer realidad ese viaje que merece ser publicado en redes sociales; ya cualquiera puede tener el vehículo de sus sueños sin condicionantes amparados en el linaje o una tradición burguesa de vieja data, solo basta que quien desee algo “se mentalice y actué día a día para obtenerlo”.

Lo anterior, es definido como la Sociedad del rendimiento y está hábilmente descrito por el pensador surcoreano Byung Chul Han, una de las voces académicas más mediáticas respecto a lo que es una descripción crítica del presente de la sociedad. La autoexplotación actual basada en la idea de que todo es posible con dedicación, ha hecho que un rasgo tan importante para la resignificación y conexión con lo humano como lo es la vulnerabilidad, descrito muy bien por Martha Nussbaum, sea desdibujado; muchos en el fondo tememos mostrar nuestra verdadera vulnerabilidad. La excesiva necesidad de rendir en múltiples tareas a la vez (Multitasking), hace que a largo plazo toda acción humana caiga en la sobrecarga y eventualmente devenga el agotamiento por el exceso cualitativo y cuantitativo que acompaña lo repetitivo. Por supuesto, tenemos producción, pero en muchos de los casos la producción es vacua. No es lo mismo crear en función del gozo espontaneo que producir para cumplir con los rígidos estándares que ahora nosotros mismos nos imponemos. De esta manera, el resultado es una sociedad que se multiplica a través de productos semejantes en apariencia y en carencia de un significado trascendente. En muchos aspectos vamos a querer ser iguales a los demás creyendo que el buen vivir es una vía de una sola dirección. La estandarización, como bien lo denuncia Theodor Adorno en su análisis a la música popular, es el rótulo de nuestro tiempo, pues tanto identidades como productos culturales, no importa si responden a la tradición o son emergentes; todos, a fin de cuentas, terminan pareciéndose, entre otras cosas hasta en la necesidad rendir. Antisistema o conservador, ambos parecen tener la misma fachada y el mismo discurso trasnochado. Lo devenido en cliché no solo identifica a instituciones tradicionales, también está en lo que se autoafirma como contestatario.

Ahora bien, este breve resumen hecho a uno de los términos más famosos en la obra de Han, tiene como propósito recordar algo que el mismo filósofo nos plantea como solución frente al dulce embrujo que representa la positividad de la sociedad actual. Nuestro primer cuarto de siglo ha devenido en un periodo que se muestra acogedor e inclusivo que nos promete un lugar idóneo para el florecimiento de la subjetividad; no obstante, eso implica seguir trabajando con motivación para alcanzarlo. En consecuencia, la inactividad, el ocio y la contemplación, en apariencia inútiles, son fantasmagorías que deben ser erradicadas bajo la guadaña de la sociedad del rendimiento. El problema es que inactividad no es sinónimo de incapacidad. De hecho, si nos devolvemos a la época clásica, veremos que ya los griegos veían en la inactividad aparente el camino para un conocimiento más profundo, a la vez que permitía la organización de un método capaz de descubrir verdades ocultas en la naturaleza. Un ejemplo es Aristóteles que, en su Metafísica, nos dice que gracias al concurso de los sentidos podemos conocer; luego nos revela que esto, llevado a una vida contemplativa, nos permite llegar a profundas teorías y abstracciones inherentes a un verdadero conocimiento del mundo. Sin la participación de los sentidos, y sin la suspensión de toda actividad prejuiciosa, no hay dato, y sin dato, no hay ciencia, y sin ciencia, no hay una aproximación a lo que es, en lenguaje metafísico, la esencia del mundo.

Con la sociedad actual se ha perdido el valor espontáneo de la contemplación, y si la hay, en muchos casos lo hacemos en términos de un resultado cuantificable. De hecho, me atrevo a decir que contemplación sin espontaneidad es una contradicción. Hemos perdido con el paso del tiempo el valor diferenciador que, como especie, nos daba la actividad contemplativa. Contemplar también es una actividad y el aburrimiento su actividad complementaria. El problema es que en este momento ninguna de las dos cosas son posibles porque “siempre hay algo que hacer”. Esperamos que todo se adapte al tiempo específico establecido por nuestra propia exigencia de rendimiento, cuando, por el contrario, la contemplación, ese entregarse al despliegue mágico de los sentidos, tiene su propio lenguaje y su propia lógica ¿Cuántos de nosotros ha dejado de ver el paisaje mientras viaja por ver las noticias en su móvil? ¿Cuántos de nosotros hemos dejado de ver las formas de la naturaleza por pensar en el desenlace de los compromisos que se fijaron, inclusive para actividades destinadas al entretenimiento? ¿Cuántos de nosotros hemos dejado pasar la oportunidad de escuchar al detalle esa canción de moda y comprender más de ella gracias a lo que nos podría reportar una escucha atenta?

En fin, se trata de un desvío que como sociedad estamos teniendo, pues todos los campos de nuestra vida están siendo permeados por esta demanda autoimpuesta de rendimiento. La educación, que es mi campo, no es ajena a esto. Muchos estudiantes han dejado dormir esa hermosa capacidad infantil de asombro por la continua presión de resultados y la continua demanda de placer inmediato. Por esto, y por todo lo anterior, el llamado es a aprovechar la pequeña desconexión de la rutina que a muchos nos ofrece esta época para volver al origen de todo conocimiento y sentido existencial, a saber, el asombro, el cual nace de lo que nos revelan los sentidos al entregarse a una ociosa contemplación. No estoy diciendo que con ello mandemos al traste la dinámica social que ve en el trabajo intelectual, físico y artesano la base para una mejora significativa de varios aspectos de nuestras vidas. Sin embargo, sí es importante que rescatemos al libre ejercicio contemplativo del olvido traído por la sociedad del rendimiento; para lograrlo, debemos aceptar que hay que volver a educarnos en el ejercicio de la espera y la recepción animosa de todo aquello que llegue a nuestro ser, de tal manera que podamos volver a resignificar todo lo que nos acompaña en cada momento del día. Byung Chul Han es solo una de las figuras más visibles de esta preocupación por el olvido de aquello que nos hizo seres únicos; el reto consistirá en retornar a ese camino más amplio y mejor labrado, para que de ese modo podamos continuar dejando una huella imperecedera dentro de un universo que independiente de lo que hagamos seguirá su rumbo.

Andrés Camilo Atehortúa Sequeda

Soy filósofo, docente y músico. Soy magíster en filosofía egresado de la Pontificia Universidad Javeriana y licenciado de la Universidad Pedagógica Nacional. Dentro de mis intereses están la filosofía de la música, el arte en general y asuntos de tipo bioético.

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