El mayor escándalo de corrupción en el Gobierno del “Cambio” tiene su origen en un práctica muy común y normalizada en el ejercicio de la política, la que reduce, en teoría y praxis, la crudeza de la democracia representativa a una lógica transaccional de votos y favores. No es algo nuevo, es una práctica que solo ha mutado de piel a lo largo de las últimas décadas -de “auxilios parlamentarios”, a “cupos indicativos”, y ahora, “mermelada”- y que el Gobierno del “Cambio” no pudo cambiar porque se instituye en la base de las relaciones viciadas entre la política tradicional y un electorado acrítico que solo ve la política bajo la misma lógica transaccional.
Por eso, no resulta extraño que los principales involucrados en el entramado de corrupción en la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo de Desastre -UNGRD- respondan a perfiles habituales: funcionarios de primer nivel, congresistas, alcaldes y contratistas. Llevamos años viendo la reedición del mismo formato de saqueo, repartija y compra de votos. Es una historia de nunca acabar: la del político que compra votos en las regiones y que cotiza su voto “al alza” ante el gobierno de turno.
El tema se encuentra tan terriblemente normalizado que el confeso corrupto Olmedo López no vio problema en afirmar que se trataba de una “política de Estado”. Sí, la corrupción y el saqueo de los recursos públicos advenida en política de Estado. A ese lugar tan degradado se llegó.
Pero no le daré a un operador político bastante menor como lo fue el Olmedo López que conocí en campaña -desde el 2018- el lugar que el presidente Petro le busca dar, porque estoy seguro de que no fue el cerebro detrás de un entramado de esa magnitud. López solo fue una ficha, cobarde y funcional. Cobarde porque nunca tuvo la valentía para alertar a un presidente que se jacta de ser incorruptible sobre la megaoperación ilícita que se estaba fraguando a pocos metros de su despacho, y funcional, porque siguió instrucciones a rajatabla.
Ya lo que sigue es conocer el nivel de responsabilidad de quienes dieron esas instrucciones, seguramente, operadores políticos curtidos en el tejemaneje del poder, acostumbrados a saciar el apetito voraz de congresistas expertos en lo que se conoce como la política menuda. Ansiosos por intermediar recursos, gestionar inversiones para sus aliados, ubicar a sus fichas más leales en cargos claves, y mantener así caudales electorales que de otra forma nunca alcanzarían.
Son congresistas desconocidos para la opinión pública, que no brillan por debates de control político o por liderar proyectos de ley importantes, pero que cada cuatro años, sin falta, cuentan con la capacidad suficiente para sacar votaciones altísimas o para heredar sus curules. A ellos poco les importa la discusión sobre su salario, porque los réditos que sacan al gestionar -a la sombra y arropados en la normalización de “así se hace la política”- esquemas de direccionamiento de recursos públicos, les resulta siendo económicamente más rentable.
Sé que la zona gris en relación a este tema es muy amplia, ya que, el congresista también debe velar por su electorado y gestionar recursos para sus regiones de interés, pero no nos llamemos a engaños, cuando los gobernadores, los alcaldes y hasta los contratistas ya son cartas marcadas en la gestión de ese interés, la movida solo obedece a una lógica transaccional de votos y favores.
Pero tampoco me pienso engañar a estas alturas, así haya creído en la promesa de cambio del entonces candidato Petro, siempre tuve claro que su gobernabilidad, al no lograr mayorías propias en el Congreso, no sería diferente a la ya conocida, en parte, porque sus aliados de ocasión y los operadores políticos que resultaron claves en su victoria no conocen otra forma de mantenerse en el poder. ¿Por qué habría de ser diferente con Petro?
Nunca se me pasó por la cabeza que políticos tradicionales que se han mantenido en el poder reproduciendo prácticas extorsivas ante el gobierno de turno, sea el que sea, que de santistas pasaron a duquistas y a petristas, cambiarían de perspectiva seducidos por la promesa del “Cambio”. Para ellos la política no se concibe como una batalla de ideas, sino como un medio para hacer negocios con recursos públicos. Ni más, ni menos.
Lo cierto es que el escándalo en la UNGRD, con muchos capítulos aún por conocer, vuelve a poner sobre la mesa los alcances de la corrupción en el ejercicio del poder, el tipo de relacionamiento transaccional normalizado entre el Gobierno y el Congreso, y muy de agache, pero no menos importante, la responsabilidad de los electores que cada cuatro años solo ven el ejercicio de la política bajo una misma lógica transaccional.
A ellos también les cabe buena parte de la responsabilidad, no será judicial, pero al menos, si debe ser moral.
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