«El poder absoluto corrompe hasta el engranaje más fuerte.»
Las organizaciones, grandes y pequeñas, son entidades vivas compuestas por personas, ideas y aspiraciones. Sin embargo, en su núcleo más recóndito, muchas albergan un enemigo silencioso: los círculos de poder. Estas estructuras, conformadas por líderes que centralizan la autoridad y monopolizan las decisiones, actúan como corrosivos que debilitan el tejido organizacional. Lo que debería ser un espacio de colaboración y crecimiento compartido, se convierte en un reino de sombras, donde la creatividad y la motivación son sofocadas y donde los colaboradores no son más que piezas reemplazables en una maquinaria que solo sirve a unos pocos.
Un estudio de la consultora Gallup reveló que el 85% de los empleados a nivel global no se siente comprometido con su trabajo, y una de las principales razones es la falta de oportunidades de participación real. Este dato refleja el impacto de la concentración de poder en la desmotivación y el agotamiento de los empleados. En estos círculos cerrados, los líderes ven a la organización como su “feudo”, un territorio que solo ellos gobiernan, donde cada engranaje —léase, cada empleado— está sujeto a sus decisiones y sus reglas. Las innovaciones, ideas frescas y talentos emergentes son reprimidos bajo el peso de jerarquías rígidas que no toleran la disidencia ni el cambio.
La atmósfera tóxica generada por estos círculos también abre la puerta al acoso laboral, una sombra constante que afecta a quienes se encuentran en posiciones de menor poder. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) estima que el 23% de los empleados en América Latina ha sido víctima de acoso laboral, y en la mayoría de los casos, esta violencia psicológica es tolerada o perpetuada desde las cúpulas de poder. Bajo el disfraz de “disciplina” o “cultura organizacional”, el acoso se convierte en una herramienta para reforzar el control y mantener a los colaboradores en un estado de sumisión. Los líderes que practican este tipo de acoso suelen menospreciar el valor humano de sus empleados, viéndolos como obstáculos en lugar de aliados. En estos casos, el jefe autoritario no es un líder; es un déspota que utiliza su autoridad para imponer su voluntad y perpetuar una estructura de poder desigual.
El impacto de estos círculos va mucho más allá del malestar individual de los empleados; genera un efecto dominó que afecta a toda la organización. Según un estudio de Deloitte, el 42% de los empleados en empresas con liderazgo autoritario considera abandonar su puesto a corto plazo debido a la insatisfacción y el estrés laboral. En este tipo de organizaciones, el clima se enrarece, la productividad cae y el talento huye. La empresa, en lugar de ser un espacio para el desarrollo profesional, se convierte en una prisión invisible, donde la gente se siente atrapada en una rutina que no le permite florecer.
Pero los círculos de poder no solo afectan la salud emocional de los empleados; también tienen un impacto económico directo en las organizaciones. Los altos índices de rotación resultantes de un ambiente laboral tóxico incrementan los costos de contratación y capacitación. Además, la falta de compromiso y la desmotivación generalizada disminuyen la productividad, afectando los resultados y la competitividad de la organización en su conjunto. Los empleados no son meros recursos; son el corazón de la organización. Cuando se sienten valorados y respetados, su creatividad y su capacidad de innovación se potencian. Pero cuando se les trata como engranajes en una máquina, su energía se apaga, y con ella, el potencial de la empresa.
Desmantelar estos círculos de poder requiere más que voluntad; demanda la instauración de mecanismos de rendición de cuentas y transparencia que permeen toda la organización. La transparencia no debe limitarse a los resultados financieros ni a políticas de buena fe, sino incluir canales de comunicación abiertos y accesibles para que los empleados expresen sus inquietudes sin temor a represalias. Un sistema de auditoría interna imparcial, respaldado por un comité ético que supervise las decisiones de los altos mandos, puede minimizar los abusos de poder y construir un ambiente de respeto y equidad. Estas prácticas no solo previenen la perpetuación de estructuras autoritarias, sino que crean una organización donde el poder no se utiliza para subyugar, sino para inspirar. Así, la autoridad deja de ser un privilegio de unos pocos y se convierte en una responsabilidad compartida que nutre la cohesión, el compromiso y el desarrollo colectivo.
Por lo que, el camino hacia una cultura organizacional saludable implica también un cambio en la concepción del liderazgo. Los líderes deben pasar de ser figuras de control a facilitadores del crecimiento y la innovación. Esto requiere una mentalidad abierta que valore el aprendizaje continuo, la empatía y la escucha activa. Cuando los líderes muestran vulnerabilidad y reconocen sus errores, fomentan un entorno de confianza en el que los empleados se sienten seguros para colaborar y proponer ideas sin temor al juicio o la sanción. Este liderazgo humanizado no solo reduce la rotación de personal y mejora la satisfacción laboral, sino que impulsa la creatividad y la resiliencia organizacional. La clave está en recordar que el verdadero liderazgo no se mide por el poder acumulado, sino por la capacidad de empoderar a otros para que alcancen su máximo potencial.
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