El 6 de noviembre, en la Plaza Rafael Núñez, el representante Miguel Polo Polo mostró, de la forma más cruda, lo que significa para ciertos sectores el dolor de las víctimas en Colombia. La escena fue un acto de desprecio absoluto. Allí, en el centro del Congreso, un espacio público destinado a la representación de todos los ciudadanos, Polo Polo se dedicó a recoger con furia y a lanzar en bolsas de basura una exposición simbólica: botas intervenidas artísticamente por familiares de las víctimas de los llamados “falsos positivos”, esos asesinatos de inocentes disfrazados de bajas en combate. Eran botas que representaban las vidas robadas y el dolor que esas familias han cargado, muchas veces en silencio, mientras buscan a sus hijos, hermanos y esposos desaparecidos. Sin embargo, para el representante, todo esto fue un estorbo, algo que debía ser removido y despreciado, acusando a las víctimas de “ensuciar la plaza” y de hacer “apología a los 6.402 falsos positivos”.
¿Qué tipo de sociedad estamos construyendo cuando quienes nos representan no solo ignoran la memoria de las víctimas, sino que la atacan con el desprecio que Polo Polo mostró ayer? Las palabras que utilizó el congresista –“¿Quién les habrá pagado para ensuciar la plaza?”– son una muestra brutal de la desconexión y falta de humanidad de algunos líderes políticos frente a los horrores que tantas familias han sufrido en el conflicto armado. Para este representante, esa exposición de botas intervenidas no es una legítima expresión de duelo y resistencia, sino una supuesta “basura” que mancha su versión de la historia. Como si pedir justicia y recordar a los muertos fuera una provocación en lugar de un derecho humano fundamental.
Para quienes hemos acompañado el trabajo de las madres buscadoras y escuchado sus testimonios, este desprecio es un golpe a la esencia misma de la dignidad. Estas madres han recorrido kilómetros, soportado amenazas y hostigamientos, hurgado entre restos y fosas para intentar hallar una verdad que el Estado no les ha dado. Ellas no piden favores, no buscan beneficios; demandan justicia, y llevan años haciéndolo en un país que, para su dolor, a menudo prefiere cerrar los ojos. Esa exposición de botas en la plaza no es una “suciedad”, como sugirió Polo Polo; es una representación cruda y profunda de una herida abierta que no sanará mientras siga siendo negada. Las botas pintadas son, para esas madres, la única manera de decirle a un país y a un Congreso que sus hijos e hijas no han sido olvidados.
Las preguntas insidiosas sobre “quién pagó” para llevar a cabo esta exposición solo revelan la mentalidad que muchos en el poder siguen manteniendo frente a los crímenes de Estado. Porque para quienes, como Polo Polo, consideran que la memoria de las víctimas “ensucia” los espacios públicos, la verdad resulta una amenaza. Sin embargo, en una Colombia que intenta transitar hacia la paz, no se puede aceptar que la verdad sea tratada como una ofensa y mucho menos que el dolor de los inocentes asesinados sea barrido como basura por aquellos que deberían protegerlo. La memoria de las víctimas no es un obstáculo en la historia de este país; es el cimiento de una paz duradera y justa, y aquellos que están en el poder deberían estar comprometidos a preservarla, no a silenciarla.
Lo sucedido ayer no puede quedarse en el olvido ni verse como un simple acto de imprudencia o insensibilidad. No. Este acto es un síntoma de la crisis de valores de ciertos sectores políticos, una muestra de su desprecio hacia el proceso de paz y hacia quienes, con su dolor a cuestas, nos recuerdan el precio humano del conflicto. Es la memoria lo que estos sectores temen, porque la memoria tiene la capacidad de mostrar el lado más oscuro del Estado y su complicidad en el sufrimiento de sus propios ciudadanos.
Como periodistas, como ciudadanos, no podemos permitir que las voces de estas madres sean tratadas como “suciedad”. No podemos callar cuando se intenta borrar el recuerdo de los inocentes ni permitir que se ataque a las víctimas bajo la excusa de que recordar es una “apología”. La paz verdadera exige que el dolor de estas familias sea respetado, que su demanda de justicia sea una prioridad, y que actos como el de ayer sean condenados y señalados como lo que realmente son: un desprecio a la dignidad humana y un intento de borrar la historia que nos debería unir en el compromiso de no repetirla.
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