Es una pregunta que no debería necesitar respuesta, pero en Colombia, la opacidad es la norma. Los colombianos nos hemos acostumbrado a ver cómo, tras cada escándalo de corrupción, los responsables siguen sentados cómodamente en sus bancas, mientras el país se desangra por la impunidad. La reciente apertura de una investigación formal contra los congresistas Iván Name y Andrés Calle por los presuntos delitos de cohecho impropio y peculado por apropiación es solo otro capítulo de una historia que se repite.
Los señalamientos contra estos dos expresidentes del Congreso no son menores. La Corte Suprema de Justicia los ha vinculado al caso de la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD), donde supuestamente recibieron millonarios sobornos a cambio de mover la agenda legislativa del Gobierno. Los testimonios de los testigos clave, Olmedo López y Sneyder Pinilla, apuntan a que los pagos no solo fueron para engrosar los bolsillos de estos congresistas, sino para financiar campañas electorales en las elecciones de 2023. El mensaje es claro: la política está al servicio de quien paga, y no del pueblo que elige.
Este caso no es un hecho aislado. Es parte de un patrón sistemático de corrupción que permea las instituciones del país, donde las leyes se tergiversan y el Congreso se convierte en una extensión del poder económico. Las acusaciones contra Name y Calle reflejan un problema estructural más profundo que afecta el corazón mismo de la democracia colombiana: la compra de favores y la manipulación de las instituciones a favor de unos pocos.
Pero, ¿qué está haciendo el Gobierno para frenar este cáncer de corrupción? La respuesta es, lamentablemente, nada nuevo: declaraciones vacías, promesas incumplidas y una justicia que se mueve a paso de «tortuga». La fiscalía avanza lentamente, y el Congreso sigue dividido entre aquellos que denuncian estos actos y aquellos que se benefician de ellos. La indiferencia del Ejecutivo frente a estos hechos es un reflejo de una administración que, lejos de poner en marcha reformas estructurales, se limita a tapar los huecos con parches temporales.
La verdad es que, mientras los políticos se escudan en el silencio y la inacción, los colombianos seguimos pagando el precio de la corrupción. Y no solo en términos económicos, sino también en términos de confianza. Porque cada vez que un caso como este sale a la luz, el pueblo colombiano pierde un pedazo más de la poca fe que le queda en sus instituciones. La política debería ser un campo de servicio público, pero aquí se ha convertido en un negocio privado.
Este caso debería ser una llamada de atención, no solo para los implicados, sino también para todo el sistema político. ¿Estamos dispuestos a seguir tolerando este sistema corrupto o finalmente vamos a exigir que se haga justicia? La pregunta queda abierta, pero lo cierto es que la paciencia del pueblo tiene un límite. Y este límite, cada vez más, está cerca de agotarse.
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