“En última instancia, el reto de “los 10 libros que todo estudiante de derecho debe leer” es solo eso: un reto, que no define necesariamente la calidad de nuestra formación como juristas. La práctica jurídica implica algo más que conocimiento técnico, exige sensibilidad y una perspectiva ética para transformar el mundo”.
Hace algunos años leí una columna del profesor Leonardo García Jaramillo titulada «Los libros que todo abogado debería leer» (29 de abril de 2016), que en su momento me pareció una reflexión sólida sobre la formación jurídica. Desde entonces, este tipo de listas se ha vuelto una especie de reto en redes sociales, un intento de mostrar cuántos libros fundamentales se han leído para consolidar la erudición jurídica.
Inspirado por esa reflexión, en su momento elaboré mi propia lista de lecturas esenciales para cualquier estudiante de derecho en Colombia. Es una lista que, a primera vista, refleja los pilares de la formación jurídica en nuestro contexto, y es la siguiente:
- Derecho Privado Romano – Hernán Valencia Restrepo
- Teoría del Acto y el Negocio Jurídico – Guillermo Ospina Fernández
- Procesos Declarativos, Arbitrales y Ejecutivos – Ramiro Bejarano
- Manual de Derecho Penal: Parte General – Eugenio Raúl Zaffaroni
- Compendio de Derecho Administrativo – Jaime Orlando Santofimio Gamboa
- Cartas de Batalla: Una Crítica del Constitucionalismo Colombiano – Hernando Valencia Villa
- El Concepto del Derecho – H.L.A. Hart
- El Derecho de los Jueces y/o la Teoría Impura del Derecho – Diego López Medina
- Eficacia Simbólica del Derecho – Mauricio García Villegas
- Tratado de Contratos Mercantiles – Jaime Arrubla Paucar
Sin embargo, con el tiempo he comenzado a cuestionar la naturaleza de estas listas. Si bien estas obras son pilares que pueden ayudar a comprender los fundamentos del derecho y desarrollar una lectura crítica, he llegado a creer que su lectura no es suficiente para formar a un buen abogado. Muchas de estas listas parecen más un escaparate de erudición que un camino de aprendizaje profundo, y hoy, viendo en retrospectiva, siento que el ejercicio jurídico necesita algo más que el conocimiento técnico: necesita la comprensión de la condición humana y su complejidad.
En este sentido, considero que la práctica jurídica no se agota en la lectura de textos clásicos de derecho; hoy encuentro más valor en leer literatura y filosofía. Estas lecturas nos enfrentan a dilemas éticos, a la complejidad de las relaciones humanas y a la lucha constante por la justicia, elementos esenciales para cualquier abogado. Obras como la Ética a Nicómaco de Aristóteles, las Meditaciones de Marco Aurelio o El Espíritu de las Leyes de Montesquieu nos permiten comprender la justicia desde un ángulo ético, y textos contemporáneos como Crear Capacidades Humanas de Martha Nussbaum nos llevan a considerar el derecho como una herramienta para el desarrollo humano.
También la literatura contemporánea nos ofrece una perspectiva amplia y rica para la formación jurídica. Novelas como Bertha Isla de Javier Marías o Americanah de Chimamanda Ngozi Adichie nos permiten reflexionar sobre las dinámicas de poder, identidad y justicia en contextos de diversidad cultural y social. Y al leer a autores como Paul Auster o Abdulrazak Gurnah, nos enfrentamos a temas de exilio, resiliencia y relaciones humanas que, aunque no se aborden en los manuales de derecho, son parte de los desafíos sociales que cualquier abogado enfrentará en su ejercicio.
En última instancia, el reto de “los 10 libros que todo estudiante de derecho debe leer” es solo eso: un reto, que no define necesariamente la calidad de nuestra formación como juristas. La práctica jurídica implica algo más que conocimiento técnico, exige sensibilidad y una perspectiva ética para transformar el mundo. De poco sirve leer todo el Compendio de Derecho Administrativo de Santofimio si no comprendemos las realidades de la función pública y sus retos en el contexto social. En lugar de concentrarnos en acumular lecturas, deberíamos preguntarnos cómo esas lecturas nos transforman y nos ayudan a enfrentar los retos del derecho en un mundo cada vez más complejo. Porque, al final, el derecho es una herramienta de cambio, y para cambiar el mundo necesitamos más que códigos; necesitamos empatía y un sentido profundo de la justicia.
Este, más que un ejercicio de erudición, es un llamado a la humanidad que debe acompañar siempre el ejercicio del derecho.
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