Debo aclarar que no soy un lector asiduo de la obra de Mario Mendoza. Me acerqué a su última novela por una recomendación excepcional de un amigo excepcional, y por una excepción, me tomé cuatro horas de un domingo caluroso en la ciudad de la furia para leer Los vagabundos de Dios. Una novela que cruza las fronteras de la imaginación al presentar, capítulo tras capítulo, el porcentaje molecular de la dosis de etanol, alquitrán y gasolina suficientes para mezclar en un cóctel Molotov, y ese cóctel tan explosivo como místico se alcanza a prender, pero inmediatamente se apaga.
Los vagabundos de Dios se presenta como una novela de agitación juvenil y fanatismo ancestral, su personaje principal -cuya personalidad se encuentra anclada a la sombra de una madre errática- divaga por un sinfín de escenarios pospandémicos, buscando, sin norte o dirección clara, la respuesta a preguntas que nunca se fórmula en primera persona. Algo que le permite a Mendoza echar mano de una serie de personajes genéricos con poco o nulo desarrollo; o más bien, con un desarrollo incipiente, pero que terminan casi que por inercia mística cargando con el peso de la narrativa mientras el protagonista busca algún norte.
Sin conocer las posiciones o reflexiones sociales del autor, considero, con algo de intuición, que se vale de las intersecciones existenciales de su protagonista para presentar su visión del mundo; de la política corrosiva y corrupta de un país inmediato; de la fe como posibilidad de sanación ante la depredación voraz del capitalismo; del reciente estallido social, sus angustias, conspiraciones y devaneos. Son tantos temas, delirios y fanatismos, que, al concluir la lectura de la novela -si se lee en cuatro horas, claro está- sobreviene una obsecuente confusión mental.
Además de cierta burla por una que otra ingenuidad cinematográfica, algo de condescendencia práctica por el destino de algún personaje secundario; eso sí, en ningún momento -y lo digo en mi caso particular- se siente afinidad con el vagabundo mayor -que dudo tenga mucho que ver con el Mario Mendoza de carne y hueso que tampoco conozco-
No sé si forme parte de su estilo o su propuesta estructural, pero la tendencia del autor a conectar a su vagabundo con nuevas posibilidades narrativas, a partir de encuentros casuales, correos electrónicos, llamadas de última hora o fantasmas de ultratumba, me resulta excesivo. Reduce la novela a un cúmulo de historias vagamente conectadas, pero en esencia, son historias confusas y asimétricas. De ahí que el protagonista se mueva al vaivén de una casualidad chochante que siempre resulta siendo muy similar: una llamada, alguien con quien hablar, otra persona para contactar, un correo electrónico. ¿Se me escapa alguna?
Es la primera y seguro es la última novela que leeré de su prolífico autor. Aunque me asiste una intuición, creo, por cierta corazonada, que Mendoza tal vez me resulte más atractivo como cultor del relato breve, así que recibo recomendaciones en ese sentido. Porque en relación a su rol de novelista, considero que en Los vagabundos de Dios tuvo cierta dificultad para sostener una novela de casi 400 páginas.
Por lo demás, me dejó pensando en aquella IA que puede conectar -cual tabla ouija pospandémica y metareferencial- con el aura celestial de los muertos.
Comentar