La enseñanza de la historia: un desafío que persiste

“Los soñadores pensamos a través de la historia en cómo podemos transformar nuestra cotidianidad, nuestro entorno social, nuestras costumbres, nuestras pequeñas miserias cotidianas. Y entender lo que somos, conectado al desarrollo de una capacidad crítica, delinea, poco a poco, un camino de acción efectiva de resistencia.”


Sobre la educación histórica en mi trasegar por los senderos escarpados del pasado uno de los temas y preocupaciones que me suelo encontrar en los diferentes eventos y paneles es el papel que tiene la historia en la educación de las nuevas generaciones y su notable ausencia en los contenidos curriculares que se enseñan en las instituciones educativas de nuestro país. Comisiones, debates, proyectos indican que la problemática es más actual que nunca. La ley 1874 de 2017 y algunas otras reformas han intentado tejer un camino de transformación que no parece suficiente en medio de un país fragmentado, donde bien se aplica aquella frase de Borges: “Ser colombiano es un acto de fe”.

No quisiera quedarme en los entresijos legislativos, sino esbozar algunos argumentos de por qué hoy, más que nunca, es importante la historia en las escuelas. Podría empezar con las palabras de mi maestro el historiador Rodrigo Campuzano Cuartas, quien señalaba, reflexionando sobre la importancia de conocer los estudios historiográficos sobre la época de la independencia, que:

“Hoy en día los colombianos requieren saber su historia de manera renovada, no únicamente porque desde hace décadas desapareció como materia de enseñanza en sus currículos educativos. Es evidente que han perdido consciencia de los orígenes y tradiciones como pueblo diverso y complejo en su largo transcurrir. La independencia del dominio español fue un corte en su continuidad de gran trascendencia que al profundizarse en su alcance, debería formar sujetos pensantes, conscientes de su pasado y de su imaginario de identidad conjunta.[1]

La reflexión es pertinente y señala una de las más maravillosas características del estudio de la ciencia histórica: la formación de un sujeto pensante y crítico que es consciente del devenir, de los aciertos, de los errores, de la evolución compleja del hombre. Una falencia que se detecta fácilmente en muchas personas que, inmersos en las redes sociales y ante la posibilidad abierta de expresión, sustentan sus opiniones sobre conceptos e ideas caducas sobre el pasado que bien podrían horrorizar al pensador decimonónico más conservador. Hay algo más: nos encontramos ante una juventud que no conoce el lugar que ocupan, el tiempo de enunciación de sus discursos, sus sueños, sus abismos, en una vasta línea temporal que ocupa siglos y milenios. Esta ignorancia preocupó a los primeros grandes maestros, pioneros de la disciplina en Antioquia como Dr. Manuel Uribe Ángel, quienes veían una ausencia notable en la fría y mecánica mente de nuestra clase prestante y dirigente, que sólo veía importancia en la falsa ilusión de los abolengos y algunas pocas fechas representativas para legitimar su poder comercial y minero. Ahora, inmersos en la posmodernidad, ante la invasión de Fake News, de información inútil, de imágenes que desaparecen luego de un clic, y fragmentos de textos incompletos, la preocupación sigue presente. La apatía hacia el conocimiento histórico, es mi convencimiento, solo puede traer como consecuencia el aumento de la estupidez y la expansión del funesto imperio del olvido.

La historia es más que simplemente un par de fechas y nombres, es el relato que legitima quienes somos, de dónde venimos y, en cierta medida, hacia donde vamos. Walter Benjamin equiparaba al historiador con el Angelus Novus de Paul Klee, aquel que siempre mira hacia atrás, hacia las ruinas y es arrastrado al presente por una corriente turbulenta. Es decir, es consciente, como nadie, de todo lo que deja un pasado invadido de guerras, muertes, conquistas, esclavitud y profundos silencios. Como una vocación sagrada, adentrarse, en los senderos oscuros recorridos por el hombre, pensaba Hobsbawn, nos permite intentar, así sea torpemente, pero con algo de vigorosidad, ayudar a construir un mundo mejor. Solo el historiador es capaz de mirar las ruinas, estudiar detenidamente las grietas y encontrar las causas de la caída. No sólo ello, es capaz de encontrar belleza y traer desde allí, pequeños hallazgos, ejemplos, valores, emociones, vibraciones, que aún tienen resonancias en un futuro por construir. Es la forma de no perder un legado que hace parte de la evolución del espíritu de la historia.

Por otro lado, como valor adicional y si los pensamos en los términos pragmáticos, aquellos que le gustan a nuestra clase política, la historia permite generar sentimientos de apropiación del territorio y fortalecer un imaginario de identidad conjunta. Tener una voz, un perfil, una subjetividad colectiva nos permite defender lo que nuestros ancestros nos dejaron. Causas nobles que, sin embargo, en cierto modo, no pueden ser la vocación principal de la historia. Los soñadores pensamos en cómo podemos transformar nuestra cotidianidad, nuestro entorno social, nuestras costumbres, nuestras pequeñas miserias cotidianas. Y entender lo que somos, conectado al desarrollo de una capacidad crítica, delinea, poco a poco, un camino de acción efectiva de resistencia. La historia debe ser un taladro que agriete prejuicios, que rompa barreras culturales, y permita generar lazos de empatía, unión y comprensión entre los pueblos en un pasado común que valore cada uno de los elementos que le conforman: la multiplicidad y la diferencia, la riqueza oculta tras los ojos taciturnos del tiempo que sigue inmerso en su danza pendular.

Pero más allá de esto, ¿por qué restarle importancia al goce de la historia? ¿Por qué quitarle merito al simple hecho de encontrar en los relatos del pasado un disfrute? La historia abre las puertas de la emoción. El pasado está allí, como una rayuela, para ser recorrido por los juguetones pasos del niño que brinca entre lugares, personajes y acontecimientos. El auge y éxito de autores de novela histórica como Santiago Posteguillo, Javier Moro, Arturo Perez-Reverte, Irene Vallejo o Yuval Noah Harari, más allá de lo que podamos pensar sobre sus obras demuestra que el interés por la historia narrada sigue siendo considerable. Muchas veces los académicos olvidan eso, ese primer goce que sintieron, cuando encontraron en algún libro perdido, en los ecos de otros tiempos, una gran historia. No en vano el historiador y filósofo Hayden White regañaba a aquellos escritores de la historia que se olvidan de las posibilidades de los tropos literarios como la metáfora o la metonimia para engalanar y hacer más atractiva una narración o un análisis y conectarse mejor con aquel lector desconocido. ¿Cómo enseñar y trasmitir una pasión si nuestro relato, nuestra forma de contar, no es a su vez apasionada?

Ciertamente aún hay mucho por contar y es cierto que reivindicaciones contemporáneas desde diversos lugares, como el feminismo o los estudios culturales, han demostrado que aún hay áreas del pasado que siguen oscuras y que deben ser iluminadas para tener una visión más amplia. Y yo celebro que así sea. Que cada día se escriban nuevos libros de historia y que los debates, sin importar nuestra posición, se sigan dando en las academias, en la radio, en los podcasts, en los canales de youtube, incluso en videojuegos. La historia respira y vive en estas manifestaciones. Y debemos seguir buscando desde la educación, las instituciones culturales y las nuevas tecnologías mecanismos para llevar esa historia a la esquiva juventud, sobre todo aquella que se refiere a las regiones y las localidades. El olvido es poderoso y certero, y aunque nunca podremos ganarle del todo, tenemos una responsabilidad con la memoria y el laborioso oficio del registro del pasado. Hay un precio que pagar por ser el Angelus Novus, por tener esas visiones, y ante la imposibilidad del lenguaje de registrar completamente la experiencia, solo nos queda pintar el pasado con colores intensos. Es allí donde aparece el ligero brillo bajo los ojos de un adolescente que, recostado en su cama, se reencuentra a sí mismo en las páginas de un libro que registra los ecos perdidos de otras épocas.

Sólo por ello vale la pena intentarlo una vez más.


[1] Rodrigo Campuzano Cuartas y Daniel José Acevedo, Tres episodios de la cotidianidad y el sufrimiento en la época de la Independencia (Medellín: Academia Antioqueña de Historia, 2021), 16

Estoy seguro que, respecto a estos últimos elementos, extendería esta aplicación, en general, a toda la historia del siglo XIX que estudió con amplia pasión durante tantos años.

Daniel Acevedo Arango

Nació en Medellín en 1986. Es poeta, gestor cultural e historiador, magister en estudios literarios de la Universidad de Buenos Aires y tallerista de escritura creativa en El Retiro, Antioquia. Es miembro Correspondiente de la Academia Antioqueña de Historia. Fue ganador del XVII Premio Nacional de Poesía Eduardo Carranza Fernández. También fue mención de honor, segundo puesto, en el VI Concurso Nacional de Cuento de EPM y Mención de honor en el XVII concurso de Cuento Ciudad de Pupiales. Ha escrito los libros: Ritual de Vuelo (2019), Tres episodios del sufrimiento y la cotidianidad en la época de la independencia (2021), Los alquimistas de la madera (2022) y La constelación perdida (2024)

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