Los «maestros» contra la pedagogía y los judíos


Título original: LOS MAESTROS CONTRA LA PEDAGOGÍA Y LOS JUDÍOS. Con un comentario sobre Odín, el perro de la vida dañada.


Para el historiador británico de origen judío Eric Hobsbawn, el siglo XX es el siglo del horror. La Primera y Segunda Guerra Mundial son ejemplos paradigmáticos, puesto que constituyen los acontecimientos decisivos de un nuevo orden mundial. Si la Primera niega que la unión entre los Estados sea la verdadera voluntad de Europa, la Segunda enseña que exacerbar las potencias de la lengua, la identidad y la tierra es la borrachera que antecede la caída en un genocidio. De manera oportunista estas dos catástrofes históricas son usadas como acusación de la pedagogía. Si esta ciencia nada pudo hacer para ponerles diques, si a lo mejor la pedagogía ha tenido mucho que ver con su gestación y desarrollo, nada suyo merece conservarse. Incluso, podría ser que hablar de pedagogía signifique despertar los demonios de siglos pasados que culminan en los campos de concentración y de exterminio. No viene al caso exculparla, aunque sí recordar que la educación es política porque de ello depende el que los seres humanos puedan vivir juntos. Cosa distinta es la politización de la educación que no es más que usar los niños, las niñas y los jóvenes para el servicio de un régimen político, cualquiera sea su color y el tipo de ser humano que se declare representar (Aurin, 1983).

Por supuesto, el inventario negativo alzado contra la pedagogía trae la propuesta de abandonar lo acumulado. Las catástrofes históricas del siglo XX parecen la excusa para una praxis educativa de espalda a los logros del siglo pedagógico (XVIII) y del siglo de la infancia (XIX). Como se trata de pasar página, Kant, Herbart o Dilthey, autores para los que la educación es algo más que una mera práctica escolar, autores para los que educar la voluntad subjetiva es la condición de posibilidad de pacificación entre los seres humanos, se los presenta como caducos e incapaces de enseñar algo relevante para el presente. De lo que se trata es de enviarlos al desván. Dígase, iniciar el día cero de la educación, ahorrarse preguntas irresolubles y centrarse en lo inmediato, la innovación educativa. Nótese, lo que queda después de dos catástrofes, no es el imperativo educativo de mejorar las preguntas éticas y morales, ni la voluntad de construir diques más eficientes para que ninguna otra catástrofe pueda ocurrir. Lo que queda es el oportunismo que prescribe a los maestros el compromiso con la innovación. Innovar es progresar. Esto último se entiende como dominio eficiente de la naturaleza, incremento del índice de consumo y crecimiento sin fin de la riqueza.

No sorprende el que los verdaderos maestros señalen el oportunismo y que repitan que no se ha aprendido nada, que lo que sigue es esperar las próximas catástrofes. Adorno enfatiza en que Auschwitz ocurrió, por lo tanto, es una tendencia social. Lo que sí sorprende es la horda creciente de maestros que sin elevar pregunta alguna reciben la tarea delegada por los Estados. No se trata de vocación o llamado, se trata de una tarea regulada por sistemas educativos que se sostienen con base en sus normas, disposiciones e instrumentos. Por lo cual, sea que tal vez los maestros no necesiten saber gran cosa de un saber específico y mucho menos que sean capaces de tener interrogantes éticos o morales, sino de transmitir lo que se espera que transmitan. Por eso necesitan disponer de algunas técnicas universales de enseñanza para una “población cambiante y diversa” (la contradicción se muestra sola). Burócratas de la educación (ministros, expertos en políticas públicas, consultores de todas las áreas y los autonombrados críticos), incluso los mismos maestros, insisten en que a la educación le llegó la hora de la “acción”, que no se necesita de la pedagogía si es para volver una y otra vez sobre cuestiones ya superadas como qué significa educar, cómo se eligen los contenidos culturales con los que se educa, quién educa a los maestros y qué garantías hay de que la educación recibida por los maestros los haga confiables de recibir la tarea de participar de la educación de niños, niñas y jóvenes que apenas ingresan al mundo.

Aquí cabe preguntar si puede haber maestros confiables cuando el sistema de su formación está corrompido desde su base. Por molesto que resulte el modo predicativo de la interrogación, esta no puede desecharse sin más porque puede verificarse sin mucho esfuerzo que la dimensión ética y moral de los maestros no es objeto que preocupe para su formación. En este sentido, un sistema educativo que carece de una orientación hacia la ética y la moral es un sistema corrompido. El que “ética” y “moral” sean palabras de uso y cambio como las monedas, no revela nada del reconocimiento de su importancia y menos de su necesidad. Mientras la ética y moral son guardadas en los escritorios, se amenaza con que, si la educación no hace suyo el lema innovar para progresar, la sociedad está destinada a fracasar. Condenada a permanecer en el mismo punto de su atraso. Para innovar, después de siglos y siglos, los maestros deben recibir las técnicas universales que los dispensen de pensar (de escribir, olvídense). Basta alguna capacitación en competencias blandas (resiliencia, manejo emocional y pensamiento crítico) y todo será resuelto. Lo anterior es la antesala general para dos asuntos puntuales a presentar.

I

Hace algunas semanas recibí la invitación para ofrecer una conferencia de apertura en un diplomado de pedagogía para profesionales. Sí, un diplomado de esos con los que se intenta solventar el supuesto déficit pedagógico que arrastran los profesionales con respecto a los licenciados. Y resalto supuesto porque habría que verificar qué es lo que los licenciados traen de más cuando se habla de pedagogía. Confusión, la mayoría de las veces. En particular cuando imaginan que la pedagogía no es una ciencia, sino algo que se tiene. La conferencia ofrecida lleva por título “La relación pedagógica como relación primordial”. Como explico desde un comienzo, está basada en algunos ensayos de Martin Buber, el filósofo judío más importante del siglo XX. O, al menos, el filósofo con el que el judaísmo moderno sale de la Haskalá (Ilustración) y recupera con vigor la vocación mística acorralada por el racionalismo ilustrado. Buber (2020) afirma que hay dos palabras primordiales, dos palabras compuestas “yo-tú” y “yo-eso”. La criatura humana se da hacia la naturaleza, el prójimo y lo sagrado en la relación “yo-tú”, solo por ese darse llega a experimentarse como un “yo”. Es decir, el “tú” antecede al “yo”. No existe el yo en soledad, el “yo” siempre es en la medida del “tú”. Este es el que le ha dado un lugar en el mundo. Pero, en tanto la criatura crece intuye la relación “yo-eso”, esto es, la posibilidad de tratar la naturaleza, el prójimo y lo sagrado como “eso”, los medios al servicio de un imaginario yo en soledad. La distancia entre una palabra y otra es de gran espesor. “Yo-tú” siempre invoca un estar frente al otro, reconocerlo como un tú que, a su vez, me reconoce de la misma manera. Ni la naturaleza, ni el prójimo, tampoco lo sagrado, son medios para los fines del yo, son totalidades infinitas irreductibles a prejuicios subjetivos. Reducirlos a “eso”, es el empobrecimiento del sentido prístino de la humanidad.

En la conferencia destacaba que Buber invita a mirar de esa manera todas nuestras relaciones, en términos de “yo-tú” porque ese es el camino del ser humano. Compartí que, al mirar a mis perros (la posesión es recíproca, yo soy de ellos), al mirarlos a los ojos, la única certeza que podía deducir es que son más que aquello a lo que se los reduce cuando se los tilda de “simples animales”. En efecto, son animales, como yo. Pero, más que eso, son el “tú” de un “yo” que aprende de sí a partir de lo que le revelan. No podría reproducir toda la argumentación que ofrecí desde las fuentes del judaísmo, solo señalar el que la respuesta general no pudo ser más adversa. Aunque no inesperada, más bien la respuesta confirma la corrupción ya señalada. Se me acusó de distintas cosas, entre ellas de mistificarlo todo (supongo que un perro es un simple perro); de hacerme sospechoso al hablar de filósofos judíos en este momento histórico (no sé si sospechoso de ser filósofo o judío, tal vez de ambos defectos, pero, al fin, sospechoso); de no enseñar nada de importancia pedagógica pues los problemas que tienen los maestros están en el aula. Podría seguir enumerando para sumar porciones a ese desierto que crece cuando hablamos de reflexividad pedagógica.

II

Odín es (era) un perro desnutrido de dos meses, al que arrojan una olla de agua hirviendo en un lugar malsano de Ciénaga (Magdalena). El delito de Odín es la calle y el hambre. Personas en Medellín reúnen los recursos para traerlo a la ciudad e intentar hacer algo por el dolor extremo que sufre, intentar que sobreviva. Espero algunos días para preguntar. Una persona me responde que era difícil, que se intentó. Odín no lo consigue, no sobrevive. Fallece en la veterinaria, en la más profunda orfandad, atravesado por el frío, no de la noche, sino del alma humana. Ese pozo sin fondo por el cual hasta Kant (2009) vacila en torno a si, acaso, no es ese el límite de la ética, el no saber qué es lo peor que el ser humano es capaz hacer. La miseria humana alcanza su cuota más alta cuando se causa el daño más extremo, sin que esto merezca ni preguntar por qué tanto daño a quien ninguno ha causado. La persona que rescata a Odín añade a la conversación: “¿Sabes? Nadie preguntó por él. Eres el único que lo hace”. Esa respuesta sencilla, intuyo preñada de esa desesperanza del que sabe que pase lo que pase, por atroz que sea, hay que intentarlo por otros, descubre la enorme injusticia de existir. Toda existencia es injusta si para que unos existan otros han de ser dañados sin que se mire atrás para redimir lo dañado. Adorno (2006) afirma que, si la felicidad de todos tiene como costo el sufrimiento de uno solo, esa felicidad es injusta. Esto puede indicar que el daño causado a los animales ni el más justo de dioses puede perdonarlo. Se entiende por qué D-os olvida su creación. No hemos aprendido nada, no ha habido maestros capaces de persuadirnos de que la vida siempre se vive en una relación “yo-tú”. La distancia “yo-eso” es la que, hasta ahora, permite dañar solo por mor del daño.

Referencias

Adorno, Theodor W. (2006). Mínima moralia. Reflexiones desde la vida dañada. Obra completa, 4. Akal.

Aurin, Kurt. (1983). La politización de la pedagogía en el «Tercer Reich». Educación (Tübingen), 28: 82-94.

Buber, Martin. (2020). El principio dialógico. Hermida.

Hobsbawn, Eric. (1998). Historia del siglo XX. Crítica.

Kant, Immanuel. (2009). La religión dentro de los límites de la mera razón. Alianza.

Nota: si considera hacer algo por la humanidad, apoye una fundación dedicada al rescate de animales.

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Alexánder Hincapié García

Doctor en Educación de la Universidad de Antioquia, Magíster en Psicología, con estudios de pregrado en psicología y filosofía. Realizó su estancia doctoral en la Universidad Nacional Autónoma de México. Su tesis doctoral obtuvo la máxima calificación, Summa Cum Laude. Reconocido como Investigador Asociado por COLCIENCIAS. Ha sido profesor de pregrado y postgrado en distintas universidades. Se define más que profesor como un investigador social sin credos epistemológicos.

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