Hay en el tema entre las dos áreas consignadas en el título de esta columna diversos malentendidos que no permiten procesar una estrecha y fructífera relación que, en definitiva, marca los destinos de los pueblos. En el ámbito académico se apunta siempre al óptimo, mientras que en el político se ejecuta lo que resulta posible debido a lo que entiende y acepta la opinión pública en el momento. Esto significa que en el terreno político es indispensable tomar en cuenta las limitaciones que imponen las circunstancias.
En este sentido, a veces se es muy injusto con los políticos porque no llevan a cabo todo lo que les gustaría a algunos de sus seguidores, incluso lo que preferiría el propio político, pero, como queda dicho, es indispensable acordar en democracia con otras corrientes de opinión. Lo trascendente es fijar la mirada en las metas generales propuestas y el rumbo de la gestión, aunque haya que absorber contradicciones, trifulcas en el equipo gobernante e incluso desacuerdos con ciertas medidas.
Esto no quiere decir para nada que no debe haber críticas, por el contrario, son indispensables en un clima de la más extendida libertad de expresión. Se trata del aspecto medular del sistema republicano. El alineamiento incondicional es inherente a la “obediencia debida” propia de soldados, ¡y hasta en ese caso hay límites!, ya que no es posible ni decente aceptar a pie juntillas aberraciones dictadas por comandantes.
La misión de la academia es correr el eje del debate en dirección a lo que se estima es lo mejor, sin atender lo que al instante resulta posible. El premio Nobel Friedrich Hayek ha puesto como ejemplo la constancia de estatistas en sus diversas manifestaciones por mantener e insistir en sus propuestas. Sostiene que la integridad y honestidad intelectual exigen que se exprese con claridad lo que se piensa es conveniente, y la actitud timorata de lo políticamente correcto traiciona el significado y el objetivo del mundo académico. Entonces, para bien o para mal, según sean las metas esbozadas, tarde o temprano, la academia tiene la última palabra.
En este sentido es pertinente recordar las pintadas callejeras de los marxistas del 68 en París: “seamos realistas, pidamos lo imposible”. Esto que parece un despropósito termina con éxitos varios, pues de tanto machacar con lo dicho los marxistas marcan agendas. No hay más que repasar los diez (10) puntos del Manifiesto Comunista de Marx y Engels en 1848 –fabricados para destrozar el sistema capitalista– para así comprobar la triste paradoja de que, en gran medida, el llamado mundo libre los adopta en nombre de una lucha contra el totalitarismo.
Como ha escrito Peter Druker: “nada hay más práctico que una buena teoría”. Todo lo que usamos y disponemos fue parido por una teoría previa. La tecnología, la medicina, la agricultura, la industria, los alimentos y tanto más son fruto de teorías que empleamos los que practicamos las más diversas actividades. Quienes los usamos habitualmente no entendemos cómo funcionan los aparatos y los procesos, simplemente los empleamos. En eso consisten la división del trabajo y la cooperación social, que se basa en diferencias en los conocimientos, las vocaciones y talentos varios. Albert Einstein dijo con razón que: “todos somos ignorantes, solo que en temas distintos”.
En esta línea argumental, se suele caer en una falacia de generalización cuando una persona experimentada en un territorio se deja llevar por sus impulsos y se pronuncia sobre otros asuntos ajenos a su especialidad, con lo que naturalmente se cae en errores mayúsculos y en torpezas superlativas.
Los prácticos son free-riders de los teóricos, lo cual es conveniente y necesario para progresar. El denominado “práctico” que se ufana de darle la espalda a la teoría se conduce por la vida a los tropezones y a tientas.
Se ha dicho con la mejor buena voluntad que en el fútbol lo importante son los jugadores y no el público, puesto que aquellos son los que ejecutan. Pero es de interés subrayar que sin hinchas no existirían goleadores ni estadios ni nada en relación con ese deporte profesional. Del mismo modo, nada hay que practicar si no hay teoría para resolver el tema que se tiene entre manos.
Por supuesto que la teoría puede ser equivocada o acertada, con lo que la práctica será deficiente o generará buenos resultados. Es lo que ocurre con la academia y la política: si las ideas y los valores que se explican resultan convenientes, la influencia en la opinión pública será benéfica y, por lo tanto, el político que desea buenos resultados electorales consecuentemente se acoplará. Contradecir lo que reclama la opinión pública es, en definitiva, un suicidio político.
John Stuart Mill consignó claramente que “todas las buenas ideas siempre pasan por tres etapas: la ridiculización, la discusión y la adopción”. Una vez aceptadas las nuevas ideas, la gente las toma como algo obvio y existente desde siempre, y se le suelen pasar por alto los debates y lo difícil que siempre resulta el abrirse paso con visiones nuevas. Como ha escrito George Bernard Shaw, “las personas se preguntan sobre lo que existe”; yo me pregunto: ¿por qué no?, respecto de lo que en esa instancia tiene lugar. Este es el problema que presenta la falacia ad populum: frente a algo nuevo se pregunta dónde existe lo que se propone, pero este comportamiento habría conducido a que nuestros ancestros nunca hubieran salido del garrote, la cueva y el taparrabos, puesto que el arco y la flecha eran algo nuevo e inexistente.
Como nos enseña Karl Popper, el conocimiento trata de corroboraciones provisorias sujetas a refutaciones: no es un puerto, sino una navegación permanente en busca de nuevos paradigmas. Por ello es que el debate abierto resulta de tanta importancia, lo cual no significa adherir al relativismo epistemológico, puesto que la verdad es independiente de opiniones, alude a la concordancia entre el juicio y el objeto juzgado. Como tantas veces he mencionado, ilustra muy bien el punto el lema de la Real Sociedad de Londres: “nullius in verba”, es decir: “no hay palabras finales”.
En esta instancia del proceso de evolución cultural, la política como la concebimos hoy presta un enorme servicio al canalizar las diversas corrientes de pensamiento priorizando las que más han calado en la opinión pública. Pero las situaciones no son irrevocables, dependen de las preocupaciones y ocupaciones de cada quien, que en el contexto liberal se refieren al eje central de respeto recíproco. Este valor fundamental a su vez depende de la educación, por eso es crucial que se encuentre en un sistema competitivo donde no se impongan estructuras curriculares desde el vértice del poder, ya que la excelencia académica la deben poder juzgar los candidatos a recibir enseñanza.
Cada uno en su metro cuadrado tiene la obligación moral de contribuir a que lo respeten, para lo cual es necesario esgrimir argumentos sólidos que a su turno demandan escudriñar y profundizar estudios sobre los fundamentos de la sociedad libre.
En resumen, el vínculo entre la academia y la política es patente, y para mejorar la calidad política es menester cuidar la calidad de la academia en libertad en aras de que las auditorías cruzadas hagan su labor del mejor modo posible con los incentivos fuertes en la dirección de lo que aquí presentamos.
La versión original de este ensayo apareció por primera vez en nuestro medio aliado Visión Liberal (Argentina), y la que le siguió en nuestro medio aliado El Bastión.
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