El cuerpo del historiador

“La disciplina histórica ha sabido ocuparse de manera interesante de las dos primeras cuestiones, sin embargo, se ha quedado corta al momento de reconocer la corporalidad del historiador, en tanto para la Historia el investigador sigue siendo un ‘ojo que mira desde ningún lugar’ el mundo ―o el archivo, para ser más precisos― abstraído de todo estímulo, pensamiento, deseo ¡y hasta ideología!»


La historia y la antropología son como esos hermanos que, aunque se la pasan discutiendo y a veces parecen tener posturas irreconciliables, acaban apoyándose mutuamente mucho más de lo que estarían dispuestos a reconocer.

Del historiador dice el antropólogo que abusa de su pretensión de objetividad, que legitima discursos hegemónicos bajo el pretexto de evitar el anacronismo y que evade cuestionar el lugar del investigador en el proceso de producción investigativa. Del antropólogo, en cambio, afirma el historiador que difumina el rol del investigador al vincularse en demasía con las comunidades que estudia, que abusa de los recursos literarios al momento de escribir y que ignora los procesos históricos que subyacen las representaciones o prácticas de las cuales se ocupa.

En el fondo, puede que algunas de estas críticas estén bien fundadas, especialmente cuando se revisan los trabajos de los representantes más ortodoxos de cada disciplina. Sin embargo, tampoco puede desconocerse que gran parte del crecimiento teórico y metodológico experimentado por ambas disciplinas desde mediados del siglo pasado se debe, justamente, a la adopción de conceptos, métodos y herramientas de la otra en un interesante y para nada desdeñable trabajo multidisciplinar. Sobre esto último es que quiero detenerme acá, particularmente para revisar cómo uno de los nuevos enfoques de la antropología puede aportar a la transformación de la disciplina histórica: la investigación desde el cuerpo.

El corporal turn representó una de las transformaciones más significativas en la forma de pensar y entender las ciencias sociales durante los últimos años. Su principal exponente ―si es correcto hablar en esos términos― fue Michel Foucault, quien postuló el cuerpo como el centro de interpretación del poder por excelencia, es decir, como el lugar donde se manifiestan las relaciones de dominación. Esta reconfiguración en la forma de entender el cuerpo le otorgó a este último una capacidad trial dentro de las posibilidades de investigación: el cuerpo como objeto de estudio, el cuerpo como categoría crítica de análisis y el cuerpo como método.

La disciplina histórica ha sabido ocuparse de manera interesante de las dos primeras cuestiones[1], sin embargo, se ha quedado corta al momento de reconocer la corporalidad del historiador, en tanto para la Historia el investigador sigue siendo un “ojo que mira desde ningún lugar” el mundo ―o el archivo, para ser más precisos― abstraído de todo estímulo, pensamiento, deseo ¡y hasta ideología!

Esta constatación resulta curiosa debido al énfasis que se pone en esta disciplina en cuanto a la mirada crítica frente al documento: “buscar los silencios del archivo”, “situar los documentos en su contexto”, “contrastar las fuentes”; pero ¿y qué sucede con la mirada crítica del ojo que ve el documento? ¿Será acaso que la confianza en la crítica de fuentes nos ha llevado a descuidar nuestro rol dentro del trabajo de archivo? Pues bien, en ese sentido, investigar desde el cuerpo puede ser un recurso útil para situarnos frente a ese documento y hacer conscientes aquellas operaciones que nos llevan a tomar una u otra decisión frente a él.

Se trata, en primer lugar, de reconocer mi corporalidad frente a la fuente. ¿Por qué he llegado hasta allí? ¿Qué emociones, sentimientos, pensamientos me condujeron a este documento en particular? ¿Qué me llevó a escoger este tema/documento y no otro en particular? Algunas de estas preguntas nos pueden ayudar a comprender mejor aquellos circuitos sociales que nos atraviesan y que, a lo mejor, no solemos hacer conscientes. Sin embargo, la operación debe ir más allá: un segundo momento debe consistir en interpelar el cuerpo, en incomodarse, reconociendo en este ejercicio un acto político, pues la interacción automática y cómoda (con el otro, con el archivo, con quien sea) excluye la diferencia y excluir la diferencia puede llevar a legitimar ordenes de exclusión por simple desconocimiento.

Este ejercicio de “hacer consciente el cuerpo” no se hace de manera preliminar, sino que debe atravesar todo el ejercicio de revisión documental e incluso el de análisis y escritura. La interpelación debe ser constante y las preguntas pueden ir en un orden muy similar al que se realizan al documento: ¿por qué estoy excluyendo cierta información en particular? ¿qué me dicen mis silencios? ¿existe algún patrón entre aquellos académicos que cito? Además, este ejercicio puede complementarse a través de la discusión con otras formas de producción epistémica por fuera del campo de la Historia ―o, incluso de la visión más occidentalizada de la academia― que permitan nuevas interpelaciones a ese cuerpo que investiga.

Para terminar, considero pertinente mencionar, haciendo uso de esa poderosa figura del lugar de enunciación empleada por mis colegas antropólogos, que esta reflexión surge como resultado de una serie de ejercicios de discusión e interpelación desde el cuerpo que he llevado a cabo en el marco de la maestría en Estudios Socioespaciales de la Universidad de Antioquia. Un proceso que ha sido difícil, en tanto me ha llevado a cuestionarme elementos profundamente interiorizados a raíz de mi formación disciplinar, pero profundamente enriquecedor y del que espero salgan más columnas como esta.


Todas las columnas del autor en este enlace:  Jorge Andrés Aristizábal Gómez

[1] A través de exponentes como Jaime Humberto Borja, Ruth López Oseira,Pablo Rodríguez, Hilderman Cardona Rodas, entre muchos otros.

Jorge Andrés Aristizábal Gómez

Historiador. Apasionado por el urbanismo, la pedagogía y los estudios culturales. El concepto de "asfaltonauta" me identifica considerablemente.

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