“Difícil tarea de Carlos Fernando Galán como Alcalde Mayor de Bogotá es la seguridad de los ciudadanos. Multiplicidad de atracos callejeros, en restaurantes o el transporte público, enciende las alarmas de las autoridades que día a día observan cómo se incrementan los hechos que atizan la percepción de inseguridad.”
Inoperancia de las autoridades para combatir el crimen naturaliza el fenómeno de inseguridad, y conlleva a minimizar la preocupante situación que se vive a diario en las calles de una ciudad como Bogotá. La delincuencia con modus operandi, de los migrantes y algunos connacionales, incrementa la extorsión, los hurtos y el amedrentamiento del colectivo social que atónito observa, y sufre a cada instante, el robo de relojes, bicicletas o celulares, atracos a mano armada, fleteos, rompe vidrios, lesiones personales, entre otros. Homicidios y hurtos que se efectúan, en vehículos automotores y motocicletas, acompañan un sinnúmero de hechos que impactan a personas, e instituciones de comercio que ya no resisten que no se tenga un plan de acción inmediato para combatir el hampa. Los actos de violencia, que son reportados a diario por los medios de comunicación, establecen el pánico y el miedo que tanto preocupa entre la ciudadanía.
Tendencia comportamental, que habla de bandas organizadas en cada uno de los sectores poblacionales, llama a preguntar si no se está fallando en la política de seguridad y estructurar una estrategia que delinee un plan de acción que fije metas a cumplir verdaderamente por parte de las autoridades. El velar por la seguridad de la gente frente a las estructuras delincuenciales es un deber para evitar que a cada instante tomen vuelo y prendan las alarmas ciudadanas. La percepción de inseguridad generalizada clama por acciones conjuntas de los agentes del orden en cada uno de los focos poblacionales, intervención policial, efectiva, que debe pasar de investigaciones a hechos concretos y capturas reales. El peligroso entorno que circunda el temor ciudadano excita mecanismos de defensa, e invita a tomar la justicia a mano propia, linchamiento en vía pública y plataformas sociales donde el victimario se convierte en víctima.
Bogotá está al frente de un preocupante ambiente de terror y xenofobia, bomba de tiempo que estallará en el desespero de una población replegada con ansias de tranquilidad, el poder salir a las calles, a comer o actividades de esparcimiento, sin tener que estar alerta del asecho de los malhechores, en el día y la noche. El cuello de botella que transita el Alcalde, Carlos Fernando Galán, y la Institución Metropolitana plantea la necesidad de tomar medidas extraordinarias, reacción inmediata que ponga freno a la delincuencia armada. Priorización investigativa que requiere del músculo operativo de la Fiscalía General de la Nación y la rama legislativa para imponer condenas ejemplares y expulsar del país a quienes llegaron, de otras naciones, a violar la ley. S.O.S. de credibilidad en la institucionalidad de los órganos gubernamentales, agenda prioritaria en el imaginario colectivo que ha consolidado el desprestigio de la autoridad.
La inoperancia de las autoridades, para atajar el crimen, convoca a analizar el paisaje infractor de las denominadas “ollas” agrupadas en las localidades y la baja efectividad en los operativos de control y vigilancia. Focalización de esfuerzos en los sectores con fuertes problemas de seguridad que haga frente a la creatividad de acróbatas hampones, bravucones que, sin el menor temor, tienen con tendencia al alza los casos delictivos a lo largo y ancho de la geografía del Distrito Capital. La ciudad no resiste el seguir a la merced de personajes, reincidentes, que reinan ante la impunidad jurídica que los lleva por minutos a las Unidades de Reacción Inmediata y al poco tiempo los deja libres para que sigan haciendo de las suyas, circulo vicioso bastante peligroso que desvirtúa el concepto de justicia. Contorno de oscuros intereses, y dominio territorial, que pone en el ojo del huracán al secretario de Seguridad de Bogotá.
Preocupante resulta que las estructuras criminales ya denotan que tienen en su haber la vinculación de menores de edad, dimensión mayor del problema que no solo tiene su origen en la migración indiscriminada de los últimos tiempos, sino la desatención social de la población vulnerable. Querer tapar el sol con un dedo es invisibilizar la conexidad del delito barrial con el microtráfico y el empoderamiento de actores non santos, de nacionalidad venezolana, que aterrorizan con sus modalidades transgresoras la tranquilidad. La espiral de inseguridad y violencia emplaza a que desde el comité de seguridad Distrital se implementen las medidas que contengan la delincuencia común y el hurto calificado. Bogotá requiere un pie de fuerza que converja con los mecanismos de protección particular, cámaras o circuitos de vigilancia, que individualicen a los sujetos y permitan su rápida y efectiva identificación.
La composición de la actividad facinerosa aviva la necesidad de tener una táctica de cuadrantes que de flexibilidad a la presencia de la Policía en focos puntuales de la ciudad y traiga consigo acciones efectivas contra el hurto y otros delitos que tienen azotada a la población. La compleja situación llama a robustecer la línea 123, pero también a dotar de instrumentos a la fuerza pública para hacer frente al hampa que ahora se incrementa con la crisis económica, el desempleo y la pérdida de capacidad adquisitiva de muchos colombianos. Si bien el concepto de pobreza no es equivalente con delincuencia, no es menos cierto que las normas de adecuado comportamiento social se han perdido y la cultura del dinero fácil toma carrera y ya asienta prejuicios en el núcleo social. El trabajo de consciencia ética debe ser abordado desde las bases educativas con la juventud, fortalecimiento conceptual que evite la tentación y el reclutamiento por parte de estructuras delincuenciales.
La política de seguridad, antes que bajar el perfil del problema a un tema de percepción, pide establecer alternativas de ocupación social y oportunidades de desarrollo. El deterioro del fenómeno de seguridad, a manos de empresas delincuenciales, establece unas rutinas que decantan un sólido modelo de acción con roles, días y horas específicas que ya demarcan el accionar de la economía ilícita. El colombiano del común requiere que, en su cotidianidad sin ser víctima del raponazo, los asaltos de moto ladrones, el acecho de bandas de delincuentes en taxi, y demás mecanismos que se emplean para romper el sosiego de la ciudad. Bogotá requiere constituir un hábitat seguro, no se puede caer en la cultura de desconfiar de todo y de todos como dispositivo preventivo o máxima de supervivencia. El panorama es abrumador, el obscurantismo se constituye en el principal de los males, la tolerancia social con la descomposición nubla el concepto de justicia ya bastante vago en un país donde el crimen queda impune.
La descomposición social que se vive en las calles desborda el temor de los ciudadanos que en legítima defensa buscan tomar justicia a mano propia. La coyuntura llama a recomponer el núcleo social, desde la cooperación de fuerzas propender por la seguridad ciudadana, compromiso con el desarrollo de la ciudad. Replantear las políticas de seguridad pública traerá consigo impacto en la tasa de hurtos y el enfrentar de manera efectiva los grupos delincuenciales que instauran el miedo en los habitantes de la capital que viven a diario de manera directa o indirecta el robo, cosquilleo y raponazo. Es indispensable fijar indicadores claros que devuelvan a los capitalinos la confianza en las autoridades y el aparato judicial, constitución de un estamento social que reestablezca a los ciudadanos su calidad de vida. La mejor noticia se recibirá el día que se pueda constatar que la ley se cumpla, en Colombia se tienen leyes para todo, pero no se ejercen.
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