En estos tiempos donde la tecnología se ha vuelto una parte de nuestro diario vivir, y las redes sociales son las ventanas que abren el abrazo y la palabra amiga en una pantalla de cristal, la literatura ha tenido que reinventarse para llegar a lugares donde nunca había llegado y posibilitar nuevas experiencias de lectura. Sumado a ello, el capitalismo salvaje y feroz construye una cotidianidad en la que el espacio para poder leer es reducido. Por lo mismo, los microrrelatos, los haikus, los aforismos, las prosas poéticas cortas, tienden a tener un lugar preponderante en los gustos de los jóvenes y los internautas que pueden encontrar una historia, una imagen, una frase que por instante breve, pero preciso, resignifican la experiencia, los recuerdos y las potencias de la vida.
Mauricio Montoya Vásquez, el autor de Cuentos Cortos para Lectores con tiempo, los llama “Brevedades”, una curiosa categoría para clasificar un género que en realidad no nació en la modernidad y que tiene referentes que se remontan incluso a antigua China imperial. Montoya se ha dedicado en cuerpo y alma a estudiar las posibilidades de las brevedades, no sólo desde el acto creativo, sino desde una reflexión juiciosa sobre las posibilidades de un género. Ante la llegada frecuente, y en cierto modo invasiva, de constantes brevedades teñidas de la mediocridad, la repetición, el cliché y cierta superioridad moral de algunos de los mal llamados “escritores de Facebook”, es inevitable desconfiar cuando se te presenta un trabajo basado principalmente en el microrrelato y el cuento atómico. Pero he decir que la lectura de Montoya ha sido, sin temor a decirlo, fresca y ha representado para mí un aire, un soplo de brisa diferente, procedente de las montañas, necesario en un género que en Colombia no tiene grandes referentes (como si sucede en países como Argentina, México, Uruguay o Chile donde el género ha adquirido una amplia difusión).
Montoya ha detectado la principal característica y acción para que un microrrelato tenga vida: el juego. Sin el componente lúdico cualquier brevedad narrativa nace muerta, pues es indispensable para romper con el orden simbólico y semántico impuesto por las leyes propias del lenguaje. Implica escribir para pensar otras formas de expresión y posibilidades de expansión narrativa y forjar nuevas sensibilidades estéticas. Ciertamente, hay que ser un poco niño para escribir microrrelatos y captar pequeñas escenas que sean dignas de ser representadas por palabras, como pequeños lienzos, cargados con los colores propios de la ironía, la metáfora y la crítica social. Algo que bien no le sobra a nuestro autor, que hace una apuesta atrevida.
El título ya nos dice algo que bien rompe con la lectura que se hace hoy del género. La mayoría, en las aguas turbias de la posmodernidad, piensa que el micro o la brevedad es un género rápido, de fácil consumo y desecho, como un producto que compras en la tienda, una gaseosa que te tomas y te desases de su envase cuando las has terminado rápidamente. El olvido se encarga del resto y quedamos con la ilusión de que hemos participado de algo, sin saber bien qué es, pero luego su impresión desaparece como una estrella fugaz en el cielo de las pequeñas historias. La invitación de Montoya es a que leamos lentamente, releamos, seamos participes del juego que propone la brevedad, analicemos, pensemos, en fin rumiemos, como las vacas, aquella famosa metáfora que uso Nietzsche para pensar el oficio de un buen lector y que recuperó Estanislao Zuleta en su famoso ensayo “sobre la lectura”. Por ello Montoya busca lectores con tiempo, que se tomen el momento adecuado, para leer sus micros. Lectores que se acomoden en su sofá, se tomen un buen café y alcancen el goce, que abran su cabeza y tiren la piedra, para participar en la rayuela, donde cada número puede dejarnos un aprendizaje, una frase o una intempestiva sonrisa.
El lector encontrará amenos microrrelatos como: “Secretos” donde se descubre el pasado oscuro de un agente ruso de la KGB; “Entre blancas y negras” donde la muerte juega al dominó en los velorios (y que inevitablemente me recordó una escena de esa gran película que es el séptimo sello); “Desesperado” un hombre que violenta matryoshkas como si fueran sus hijas; “estratagema” un relato que confirma la infidelidad de Penelope a Ulises y la falsa idea de la espera absoluta; “Milagro” la ingeniosa creación de la virgen de Guadalupe y el mecanismo de la religión como manipulación; “siniestro”, el preludio de la tragedia de la muerte del zorzal criollo en un accidente aéreo; “Poderoso”, una reivindicación del arma más poderosa del futbol: un silbato; y “Cambio de piel”, donde la inocencia de una niña reivindica el padecimiento de un enfermo de cáncer. Y muchos más que no me atrevo a contar porque no quiero dañar la sorpresa y el asombro, ingredientes necesarios para que un buen libro de micros funcione.
Es mi convencimiento que unas cuantas risas, reflexiones, silencios y agradables experiencias lectoras le quedaran a quien abra las páginas de “Cuentos Cortos para lectores con tiempo” de Mauricio A. Montoya. Es un libro que puede leerse en el orden que se desee, que siempre tiene algo para decirnos e, incluso, abre las puertas de interés a otras obras, por su riqueza intertextual. Montoya es consciente de las bifurcaciones rizomáticas y se pierde, como un arlequín, en las subidas y bajadas de la gran literatura, que se parece a aquella biblioteca que Borges plasmó como un laberinto en “La biblioteca de Babel”. En efecto, cada brevedad es una parada, es una estación fugaz, que nos permite abrir una ventana a una gran historia. Y nos permite en un corto tiempo hacer un gran recorrido por lugares, personajes y acontecimientos que sólo los lectores con tiempo podemos percibir. No se necesita ser un erudito, al contrario, sólo tener el alma de un cazador que se adentra en la penumbra en busca de aventuras.
La invitación entonces es a leer. Una palabra que hoy ha perdido mucho de su connotación sagrada y que Montoya recupera de los abismos del tiempo. Nos recuerda lo que fuimos y nos crea una pizca del principal alimento de la buena literatura, es decir, nos da felicidad. Y yo he sido feliz. Gracias Mauro.
Todas las columnas del autor en este enlace: https://alponiente.com/author/daniel-acevedo/
Agradezco infinitamente a mi gran amigo por estas palabras.