“Cada vez la guerra se hacía más exigente en horrores imposibles de justificar, como si agrandándolo de afrentas el conflicto se explicara por sí mismo, volviéndose irredimible per se…”
(Las Travesías, Gilmer Mesa)
Muchas veces le escuché decir al más grande biógrafo de García Márquez, Dasso Saldívar, que nuestro Nobel refiriéndose a la irrelevancia de nuestra literatura sobre la violencia, decía que su fracaso se explicaba porque quienes habían escrito sobre ella, lo hicieron pensando en los muertos, no en los vivos.
Pues bueno, he encontrado, para mis tristezas y espero que para solaz de la literatura nacional, una enorme novela sobre la violencia en la que los protagonistas son los sentimientos que albergan los vivos, los demonios que los poseen y explican su irremediable existencia. La protagonista de esta gesta literaria es la violencia partidista de mediados del siglo pasado, la misma que nos persigue como perro de presa. Esta segunda violencia, llamada pomposamente conflicto armado, no es nada distinto a la segunda edición de la violencia que mató a nuestros abuelos y que al igual que aquella, nos ha envilecido hasta humanizarnos.
Como debe suceder con las cosas importantes, esta fue al azar. Algún día me bajé en la Estación Universidad y llegué a la Librería de los profesores de la U.de A., pálidamente atendida por unos jóvenes que no saben donde están parados. Esta librería es el lugar que visito cuando quiero oler, acariciar y comprar un libro. El otro lugar, es el impersonal y aséptico BuscaLibre, en donde uno paga con tarjeta y a los 3 días le llega a su casa el libro que quiera. Llegue preguntando por “Aranjuez”, la segunda novela de Gilmer Mesa y como la edición se había agotado me ofrecieron “Las travesías”, del mismo autor. Llegué preguntando por Aranjuez pues ya había leído “La Cuadra”, esa radiografía barrial de nuestra adolescencia y juventud. La novela sobre la violencia contemporánea en los barrios de Medellín.
Me lleve “Las travesías” y aproveché el Metro para empezar a leerla. Llegué a mi casa y no pude desprenderme del libro hasta que los sollozos desesperados y las lágrimas convulsas me apartaron de él. A partir de ese día o tarde o noche, empecé a cargar en mi morral la novela: quería leerla en el horrible y humillante Metro, en las salas de espera de la infame EPS de Sura o en cualquier lugar en donde la tristeza saltara sobre las condiciones infames de mi vida cotidiana. En vano luche contra ese ahogo contenido, contra esos ojos encharcados que me borraban las letras del más acabado fresco psicológico de la violencia de los cincuenta: “Las Travesías”.
Cerré el libro varios días, me dediqué a trabajar hasta el desfallecimiento físico, me expliqué que el sentimiento que me ahogaba leyendo a Gilmer se debía a los años que tengo, a que los viejitos somos como las papayas maduras, que con solo tocarles se nos va el dedo dentro, etc. Lo cierto, la verdad monda y lironda es que Las Travesías nos traduce y retrata. Y sobre todo, nos explica. Que tristeza tan infinita, que rabia con estas castas que mataron y siguen matando al campesinado y robando sus tierras con excusas guevonas: ayer la de ser liberales y conservadores, católicos o masones; las de hoy, el cambio social, el ser paraco o guerrillo. Que ira tan infinita y que impotencia ante una historia que solo es novelable, que ya no podemos corregir ni enmendar y que se repite hasta hoy como una maldición. Las Travesías esta zurcida con los sentimientos que nos hacen profunda y asquerosamente humanos: el odio, la venganza, el maltrato, la humillación y la religión.
Como bien lo expresó Alonso Salazar en la una faja verde que colocaron sobre la portada del libro para atraer lectores: “Gilmer Mesa tiene la lucidez original de mirar el país desde la periferia. En la cuadra narró el conflicto urbano desde la esquina de su barrio, y ahora en Las Travesías nos lleva a la Colombia profunda del campo que no ha podido ser nación”. Cuando Alonso escribió esto, no había salido “Aranjuez”, la novela que completa el territorio de desesperanza y rabia que hoy habitamos: Colombia.
A quienes lo conocen y a quienes no, les vuelvo a presentar a Gilmer Mesa: el último camaján de barrio, el señor de la cuadra, el bacán que escribe, el nosotros conjugado. La letra hecha carne.
*Abogado de la Universidad de Antioquia. Consultor independiente.
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