Heme ahí, noche tan trémula y tan oscura como jamás había recordado alguna, rememorando los pecados de un viejo solitario, evocando los besos de la más amada entre todas las mujeres que he poseído, conteniendo los suspiros y cayendo en intervalos de sueños de pocos minutos.
Algo no me dejaba en paz, tenía el alma inquieta esa noche en particular. No conseguía fijar mi atención en algo realmente, solo pasaban imágenes de ella y luego se perdía entre memorias que no sabría decir, a tan avanzada edad, si fueron reales o ficticias; después aparecían sus besos, una ventisca y nuevamente pictogramas aleatorios de eventos, que a decir verdad, ya no cobran mucho sentido.
Recuerdo en particular un relámpago que inquietó aún más mis ánimos ya alterados; había iluminado toda la biblioteca, en la que pasaba largas horas del día y la noche. Me puse a caminar entonces por toda la habitación pero sentía nuevamente esa inquietante sensación de angustia.
Salí del cuarto y me dirigí al ala oeste de mi vieja casa, en donde había un salón donde mantenía viejas pinturas y bustos que alguna vez ella, en mi regazo, pintó. Éramos jóvenes entonces, vivíamos en un estado idílico de pasión y amor; ella solía plantar margaritas en el jardín en las mañanas, y en las noches se dedicaba a pintar con sus acuarelas y sus óleos.
Su talento era, sin lugar a duda, comparable a los de cualquier maestro del renacimiento. El detalle en cada pincelazo, la textura, el color, la forma, en verdad me quedo corto al tratar de describir la perfección con la que pintaba lo existente y lo inteligible. Casi podría decir que sus cuadros tenían olor y sabor, que no había amarillos tan intensos en la naturaleza misma ni marrones tan tierra sobre el planeta.
Yo podía pasar horas y hasta días de pie, simplemente asombrado ante tal precisión, ante la fuerza y la delicadeza de cada trazo; perdía la noción del tiempo y de este plano de la dimensión. Mi pequeño mundo era absorbido por la magia de su arte.
A veces, cuando pasaba mucho tiempo en el salón, me acariciaba lentamente la espalda y empezaba a coquetearme sin pronunciar palabra, entonces salía de mi letargo pintoresco, y me perdía con ella en las habitaciones de esta casa, ahora vacía. Hacíamos el amor en cada cama, en cada rincón, en el jardín bajo las margaritas. Si había algo que me gustara más que su arte, era embriagarme en el perfume de su cuerpo desnudo y recorrer palmo a palmo cada pulgada de su ser.
Sus cabellos azabaches caían hasta la espalda y cubrían sus senos desnudos, y así se paseaba por toda la casa, provocando que los infiernos de la pasión se consumieran en mis entrañas. La buscaba como loco con la sola idea de poseerla y amarla, hasta que por fin se dejaba ver, tan provocativa y seductora que yo no tenía más remedio que ceder ante mis instintos más animales.
Esas memorias ahora, a tan avanzada edad, me producen una mezcla de regocijo y nostalgia. En verdad que había añorado pasar el resto de mis días con ella, envejecer a su lado, recorrer largas distancias agarrado a su pequeña mano. Tengo sin embargo, el placer de soñar con ella bastante a menudo.
Aun veo esos ojos azules con una pigmentación amarilla, que daban la idea de que su mirada era como la de las esmeraldas, y sus largas pestañas que hacían que su mirar fuera felino y delicado al mismo tiempo. Su piel, blanca como la perla y fina como el marfil me acaricia en sueños… aun tiene el poder de despertar en este viejo, las más profundas lágrimas de añoranza.
Esa era nuestra vida, como ya lo he dicho. Un idilio. Pero entonces los espíritus del mal se posaron sobre nuestro amor, no soportaron ver tanta felicidad.
Ella, mi bella Andrea había estado planeando un viaje a Praga, decía que quería conocer la capilla de Sedlec, ya que iba a ser una experiencia estética que no se podía comparar ni siquiera con un día en el Louvre.
La verdad es que al imaginar el osario que allá se oculta se me erizaron todos mis vellos, y no dejaba de parecerme indigerible la idea de poner un pie en ese lugar, sin lugar a cualquier duda, maldito. Entonces desistí de embarcarme con ella en aquella empresa con fines netamente estéticos, aunque la idea de hacer el amor con ella en las ciudades más hermosas de Europa me parecía deseable, al punto mismo que dudé si ir con ella o no, pero en mi cabeza pasaban las historias que había oído y las imágenes del Osario de Sedlec, y un terror me abrazaba entonces las entrañas.
Andrea empacó sus acuarelas y sus óleos en caso de tener alguna revelación artística, y aunque, en mi interior algo me decía que debía retenerla ni dejarla poner un solo pie en ese cementerio infame, no hice caso. La veía tan emocionada y contenta de emprender este viaje, que toda duda se borró con su sonrisa.
La noche antes de partir, sus ojos brillaban, y el azul de sus ojos era más penetrante y deslumbrante que de costumbre. Estaba tan viva que casi olvidé la capilla de Sedlec y los 40.000 cuerpos que allá son exhibidos. Hicimos el amor tan tierna y salvajemente, que esa noche aun la siento en mi fría y arrugada piel.
Su viaje duró apenas una semana, y en ese tiempo, me dediqué a cuidar sus preciadas margaritas como si estuvieran hechas de oropel y esmeraldas. Debo decir que esos días transcurrieron con regularidad, ya mi vetusta memoria no recuerda con detalle su breve ausencia, no obstante, sí tuve un sueño la noche antes que ella regresara; en mis apariciones oníricas yo mismo estaba en el Osario de Sedlec viendo un enorme candelabro hecho de calaveras humanas, y de repente, no existía nada más que aquel candelabro y yo, y desde dentro se oían voces lamentándose, mujeres, niños y hombres llorando por aquella vejación. Al despertar sentí como si quisiera gritar pero no pude hacerlo, me faltaba el aire.
Después de recuperar el aliento, esperé pacientemente a que ella llegara de su viaje. Soñaba con volver a tenerla en mis brazos, besarla y oír todas las experiencias e historias que tenía por contarme. Me encontraba nervioso, como si fuera la primera vez que nos veíamos, y yo no podía más que contener una sonrisa.
Pero ah sorpresa cuando la vi. No era la misma, no era ella en toda su esencia. Su cabello azabache había perdido resplandor y sus ojos azules carecían de brillo. Ella misma estaba tan pálida como la tiza, un par de sombras negras eran las que adornaban su mirada de deidad. Me apresuré a su paso y al tomarle la mano, la sentí tan débil que tuve miedo de que se partiera ahí mismo.
Le insistí en llevarla cargada hasta la recamara pero ella rechazó la oferta con una sonrisa tan pálida como su rostro, y se dirigió en silencio hasta el ala oeste de la casa, al salón donde conservaba todas sus acuarelas y sus óleos. Se quedó en un trémulo silencio por espacio de unas horas y luego cayó al piso tan violentamente que pensé que podría haber muerto.
La llevé entonces a nuestra recamara y mandé llamar a un médico para que la viera. Lo que hice entonces fue llenar el cuarto de margaritas mientras ella reposaba plácidamente en la cama, soñando quién sabe con qué.
Cuando el médico la revisó, no pudo encontrar nada malo con ella, excepto su extrema palidez, que lo relacionó con el cansancio, producto del largo viaje desde Praga. Le recomendó reposo absoluto y muy buena comida para recuperar el color.
Durmió por dos días enteros, y cuando despertó, parecía haber recuperado toda la alegría que por un momento pensé que había perdido.
Me contó entonces los detalles de su viaje mientras iba dibujando en una hoja de papel lo que me contaba; relató su experiencia en Praga, desde el clima hasta la hermosura de las gentes que allá vivían, y también manifestó que Sedlec era todo lo que había soñado; un lugar lúgubre y hermoso donde habitan ángeles y demonios. Mientras proseguía con su historia, acerca de todo lo que había aprendido y toda la experiencia estética que necesitaba, su mirada se quedó fijada en el vacío, y aunque la alenté a que siguiera, su rostro se volvió tan pálido como antes.
Intenté llevarme todas las margaritas de su habitación, pero con un gesto simple, me hizo entender que se sentía bien entre ellas, a pesar de que ya estaban muriendo. Así que las dejé y me fui a dar un paseo por el pueblo. Estaba nervioso y visiblemente alterado, no era ella, no era la misma Andrea ¿Qué le había pasado? Traté de despejar mi mente, pero había algo que me inquietaba, tal como la noche misma con la que empecé este relato.
Llegué al anochecer a la casa y Andrea ya dormía. Me acerqué a ella e intenté acariciarla, pero la gelidez de su piel me sorprendió. Estaba fría como si fuera un cadáver y su piel tenía un aspecto viscoso. Acerqué mi oído a su espalda y noté que aun respiraba, y a pesar de esto, no me sentía más tranquilo.
Intenté dormir, pero una pesadilla de la que ya no recuerdo nada, me despertó en una completa oscuridad. Miré a mi lado y no estaba ella, así que de un brinco me paré de la cama y salí a buscarla por la casa. Esculqué en todas las habitaciones con el ferviente deseo de encontrarla con vida, ya que, no sé por qué se me metió en la cabeza que su muerte estaba próxima.
Exaltado hasta el punto de desfallecer, corrí hasta el ala oeste, en el salón, que era el último lugar que me faltaba por recorrer, y entonces la vi, ahí estaba, casi sin aliento observando nada en particular, era como si se dedicara a mirar la nada. Su blancura era tal que reflejaba un poco de luz de luna que entraba por una de las ventanas.
La tomé delicadamente en mis brazos y la llevé hasta nuestro lecho. Cuando llegué, ella ya dormía. Esto se repitió por alrededor de una semana; siempre me despertaba en la mitad de la noche y ella ya no estaba a mi lado. Con el pasar de los días, dejó de hablar, se comunicaba por medio de gestos simples que yo ya entendía, debido a todo nuestro tiempo juntos.
Durante esa semana, su cabello fue perdiendo cada vez más brillo, y lo que antes era azabache, se volvió una especie de plateado. Sus manos y su rostro envejecieron, estaban llenos de arrugas y su piel seguía con esa sensación viscosa al tacto. Sus ojos, antes tan azules como los océanos más puros, eran ahora pálidos, casi blancos.
Intenté más de una vez de retirar las margaritas ya muertas de nuestra habitación, pero ella con un gesto casi lúgubre me indicaba que las dejara.
Entré en una terrible depresión, y una noche no fui a nuestra habitación, sino que destapé una bebida espiritosa que me había regalado un amigo muchos años atrás. Me senté en mi biblioteca, encendí un cigarro y bebí, lo hice para olvidarme por un segundo de todo lo que estaba ocurriendo ¿Cómo era posible que mi bella Andrea pareciera más un muerto, y no sólo en cuerpo sino en alma? Parecía una mala jugada de los dioses y los serafines.
No tardé en quedarme dormido, aun muy temprano para mi horario habitual, y en mis sueños vi nuevamente la Osamenta de Sedlec… ¡Maldita capilla de los miles de demonios que habitan en los siete infiernos del Dante! Todo había sido culpa de ese miserable viaje.
Me desperté entonces, casi iracundo y me fui a buscar a Andrea al salón, y cuando entré, sentí que el fuego quemaba todo el recinto, al punto que mis ojos sintieron llamas invisibles, aún así desistí de cerrarlos porque tenía necesidad de encontrarla y de alguna manera salvarla del mal que había entrado en ella.
Ese salón parecía tener vida propia, casi se podían escuchar a las paredes gimiendo y respirando, lamentándose como aquel candelabro de mi sueño, y de pronto ahí estaba. Fue una escena tan espantosa que hasta el día de hoy no puedo repeler el horror que me produce recordar.
He ahí un demonio tan alto como el techo mismo del salón, con unos ojos alargados y muertos como el de una serpiente, con unos largos brazos y un color grisáceo; y ese olor a muerto en toda la habitación. De su cabeza salían dos protuberancias que se asemejaban a los cuernos de un carnero y en su boca habían una gran fila de dientes puntiagudos, como si se tratara de la boca de un lobo.
Su cuerpo alargado y gris estaba recubierto por huesos y calaveras humanas, y en sus manos tenía a Andrea, la tenía a ella mientras estaba siendo ultrajada por ese demonio traído de los mil infiernos de Belial, Lucifer y Satanás.
Su cuerpo se sacudía violentamente sobre el de ella, y entre más la violaba, el fuego invisible de aquel salón se hacía más potente, entonces, lancé un grito e intenté irme en contra de ese demonio, pero una fuerza invisible impidió que me moviera. Sentía aquellas llamas en mi piel, en mis huesos, sentía que me quemaba hasta el alma misma.
El demonio entonces posó su mirada sobre mí y de su boca salió una lengua bífida, y con ella empezó a lamer el rostro de ella, que seguía inerte, como en un trance, como muerta en vida. Y ese ser de los infiernos lanzó sonoras carcajadas y entonces lo escuché… de las calaveras y huesos que revestía, salían lamentos y sollozos, y supe que ese ser maligno vestía los muertos de Sedlec. Nuevamente su carcajada retumbó en toda la casa y cuando finalmente soltó a mi pobre Andrea, desapareció en un haz de luz tan brillante como la misma de la que debe estar hecho el cielo.
A rastras, temblando y con la sensación de toda mi piel quemada, me acerqué a ella, que lloraba silenciosamente y estaba más fría que la muerte misma. Entonces acercó su boca a mi oído y con un hilillo de voz me dijo “mátame”. Sentí tanto horror ante esas palabras como lo sentía del hecho mismo de que había sido violada por un demonio. Volvió a susurrar “por favor… la muer…te, mátame”.
Sentía que la vida se me iba por el caño, pero decidí hacerlo, así que puse mis manos en su delicado cuello hasta que escuché en triste traqueteo y su cuerpo dejó de respirar. La había asesinado, y su muerte a manos mías me atormentan noche tras noche, y no dejan que este viejo conozca la paz en vida.
Creo que ya había amanecido, y yo aun tenía el cuerpo de Andrea entre mis manos. La miraba con inmenso amor. No podía creer que sus ojos azules no me verían nunca más.
Con paso lento me levanté y la llevé al jardín, la acosté entre las margaritas y entonces dormí junto a su cadáver. Al despertar, ya de noche, me di cuenta que su cuerpo ya no estaba junto al mío, entonces busqué por toda la casa pero nunca encontré nada, nunca hallé su cuerpo. Busqué por semanas enteras, meses y años, pero nunca hallé nada.
Nada hasta aquella noche trémula y negra, más negra que cualquiera, y en la que estaba en el salón viendo los cuadros que ella había pintado mientras vivía. Recordaba a aquel demonio sobre mi bella amada y a ella pidiéndome que la matara. Vi entonces un lienzo que no recordaba haber visto nunca, pero por su calidad, sus trazos y sus colores, no podían pertenecer a nadie más que a Andrea, pero esa no fue la revelación que me alteró, sino el cuadro mismo.
En él, se podía ver el interior la capilla de Sedlec, y había una lámpara ósea, similar a la que había visto en mis sueños, y en ella, había un espacio que no era hecho de calavera, no, reconocí la imagen inmediatamente. Era ella, era Andrea, que ya era una con el Osario maldito.
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